Cuando escuché el sonido del timbre estaba tumbado en tu cama, sin dejar de mirar el poster que tenías de David Bowie. Abrí la puerta de entrada. Un cartero renqueante por la subida de los cinco pisos me trajo un paquete. Los sellos con la figura de un elefante me anunciaban su origen. El remitente, Burja Omanga, no me era desconocido. Aparecía muy a menudo en tus conversaciones. Lo abrí y un suave olor a humedad y especias exóticas deambuló por mi nariz. Los colores rojo y verde de la tela se veían desteñidos. Era la primera vez que veía la bandera del país donde estabas enterrado. Dentro de ella encontré tu carta.
Nunca me acostumbré a tus ausencias, la primera vez me esforcé por comprenderla y pasado el tiempo me llenó de orgullo. Dos años en la universidad Técnica de Berlín, armarían tu currículo académico de arquitecto. Ningún puesto al que optaras te daría la espalda. Los dos años se te pasaron rápido, y yo los combatí, agarrándome a tu regreso. Qué poco te conocía. De vuelta del aeropuerto, y casi sin darme un respiro me hablaste de tu proyecto en Burkina Faso. Querías unir las técnicas que habías estudiado en Berlín, para desarrollarlas en ese país y construir escuelas y bibliotecas. Me resultabas un desconocido, alguien que hablaba por ti. Te había dejado con el pelo corto y sin barba y ahora tu cara era un pequeño espacio donde sobresalían tus ojos claros entre la maraña del pelo de la cabeza y la barba.
Devoraste la cena, elogiaste mi cocina. Yo ensucié mi plato. El apetito desapareció al contarme el futuro que te estabas construyendo. Hablabas con tal energía e ilusión de tu proyecto, que me era imposible rebatirte. Tiré mi cena a la basura. Me hubiera gustado deslizarme por el cubo y hacer compañía a las peladuras de patata. Proyectabas construir casas de adobe con sistemas de ventilación natural sin gasto de energía, ¿pero qué chorrada era esa? Teníais, me hablabas en plural, del proyecto con un colega de construir un teatro en la capital de Burkina. ¿Por qué querías ir a África con el futuro que tenías en Europa? Sí, aquí en Madrid, la burbuja inmobiliaria había estallado pero eras joven, valiente, ambicioso, y con una preparación exigente. Lo peor era que me excluías de tu vida. Creía que me darías parte de tu tiempo Ander, pero no tu ausencia. Fíjate que poco te conocía que hasta pensaba vender la casa, y que reformarías el nuevo piso a tu gusto. Tendrías tu espacio, tu despacho, tu biblioteca, llevarías a tus novias.
La noche de tu llegada la gastritis jugó con mi estómago. Te fuiste a los tres meses de tu regreso de Alemania y mi pensamiento se volvió sombrío y turbio ¿Cómo es que un negro te había convencido para ir a su país de mierda?
En tu ausencia luchaba por mantenerme activo, pasaba dos días sereno y todo volvía a empezar. Estaba extraviado. Te echaba la culpa porque te habías abandonado a la corriente del momento, odiaba a Burja Omanga, tu colega, que como un encantador de serpientes te había llevado a su país. Cuando veía algo en la televisión sobre África lo escuchaba como un poseso. Tu ausencia estaba mal cerrada.
Una mañana me llamaron del consulado de Burkina. El deteriorado cuatro por cuatro que conducías se había metido en un enorme bache en la sabana, tu cuerpo había salido despedido y tu cabeza se astilló en el árbol sagrado de Burkina Faso, el karité. Ahí acabó mi existencia, Ander. No estaba preparado para el guión que me había escrito la vida. Empecé a recordarte y sentí que tu vida se me había congelado cuando te fuiste a Berlín.
Me tumbé en tu cama, ahí te sentía más cerca. Vi tu letra en el sobre, recta y firme. La habías escrito una semana antes de tu accidente. La abrí. Tuve que leerla varias veces para dosificar lo que me decías. La foto que me enviaste me activó y empecé a entenderte. En ella el brazo de Burja Omanga rodeaba tu espalda y tu cabeza se apoyaba en su hombro. El te miraba con una sonrisa amplia y clara y la tuya reflejaba tu secreto desvelado. Aprendí que hay cosas a las que no se puede renunciar porque te partirían el corazón y me culpé por mi ceguera y egoísmo. Me invitabas a ir y me decías que noviembre era un buen mes, cuando las lluvias no inundan los poblados.
Puse la foto en tu mesilla. El poster de David Bowie recobró su autentico sentido. Estábamos en junio y faltaban cinco meses para noviembre. Qué largos se me iban a hacer.