Deseo que este texto nos traiga el aroma cálido de las flores, de esas flores cuyo nombre a veces no conozco pero sí su fragancia y colorido, y que me acompañan -y yo contemplo- en mis paseos por el parque cercano a casa.
Conozco su perfil y su figura, su tono y su silencio, su simbolismo. La leve humildad de las margaritas casi escondidas en las orillas de los caminos, la madurez brillante de las rosas de color diverso, la elegancia callada de las lilas, el estallido de las amapolas….
Este texto quiere ser también un elogio de lo sencillo y gratuito a través de las flores, un bálsamo de piedad entre el ruido y el fulgor de la vida. Un rincón de belleza silenciosa, una luz de salud y alegría. Las flores esparcidas por los caminos del invierno atenúan su dureza e invitan a abrir el paso a la primavera.
Podemos y debemos alabar la belleza de las flores, su levedad y su silencio, su necesaria compañía que nos suaviza tantas aristas. En mis paseos por el parque y por el campo me siento a la vez grande y pequeño, refinado y popular, gracias a la cercanía de las flores que con su delicadeza nos acompañan en toda ocasión y momento, en las ceremonias religiosas y civiles, en la boda y en la muerte, en las fiestas de todos los colores y estilos.
Bendito sea el cortejo de las flores que nos esponjan el alma y nos dignifican la vida. Su lenguaje –en el doble sentido metafórico y real – es un aprendizaje siempre vivo, una asignatura pendiente para nuestro currículo vital.
Existen flores materiales y espirituales, verdaderas y simbólicas. Existen también en la vida resquicios de luz que pueden ampliarse, que llegan a disipar las sombras y ahuyentan las tinieblas en nuestro beneficio.
¡Feliz Pascua!