Cuando mi padre colgó el teléfono mi madre había hecho las maletas y estaba lista para mudarse. Supe con antelación que no tardaría en hacer el equipaje. Yo solía escuchar las conversaciones de mis padres desde la ventana de mi habitación, que daba al porche. Un atardecer le dijo que no se encontraba bien. Mi madre se pasaba las noches andando, sin descanso, por el vestíbulo de la casa en medio de suspiros y gimoteos. La garra negra, como ella la llamaba había hecho su aparición. Mi padre llevaba a mi madre a la clínica de salud mental en la camioneta y volvíamos a los pantalones y peinados de trenzas.
No pasábamos apuros económicos. Mi padre trabajaba en la serrería de Mackintosh y el negocio funcionaba bien. Era respetado en la ciudad por su buen oficio. Había hecho el porche de casi todas las casas del pueblo, incluido el nuestro, que lo había pintado de un color amarillo que cuando nos sentábamos en él, parecía que lo hiciéramos en una calabaza. En las ausencias de mi madre era él quien se hacía cargo de las tareas del hogar. Pero esa vez fue un tiempo de huevos pasados por agua, sopas de sobre, y de manchas pegajosas en el suelo de la cocina. Un día mi padre apareció con Katty. Se quedaba tres tardes en la casa. Cuando mi hermana y yo volvíamos de la escuela, el porche olía a sus tartas de chocolate y pan cakes. La primera vez que la oí pronunciar el nombre de John, sentí un bicho peludo en mi interior, pero el estofado de carne y la serena contestación de mi padre me llevaron a tranquilizarme. Al anochecer, papá cogía la camioneta y acompañaba a Katty a la parada del autobús que estaba a un kilómetro de nuestra casa. Vivía en el barrio negro. Era la primavera de 1968 y las revueltas se sucedían en los estados del sur.
Los fines de semana visitábamos a mi madre, le llevábamos dulces, comprados en la pastelería de la ciudad donde se encontraba el sanatorio. Siempre nos decía que en un mes saldría. Y pasaba uno y otro y otro. Desde entonces el tiempo para mí es algo flexible no sujeto a las leyes de calendario alguno. Nos echábamos a sus brazos al verla, sin despegarnos de su lado. De vuelta en casa mi padre nos acostaba y me daba un abrazo tan fuerte que casi me hacía daño. Su amor hacia nosotras llenaba las ausencias de mi madre.
Una noche la tormenta de polvo anunciada hizo su aparición en el condado. Primero los ruidos eran como suaves arañazos en las puertas y ventanas, seguido de los ladridos de los perros de los vecinos. Mi hermana dormía en la cama de al lado, a sus seis años respiraban con la inocencia de esa edad y al abrigo de cualquier peligro. Le llevaba tres años y mi interior había creado una cadena de protección.
A la madrugada la fuerza de la tormenta desplazó los cubos de basura, el viento derrumbó postes de electricidad y el buzón de correos de la entrada voló por los aires. Mi hermana se despertó, y como dos pequeños fantasmas nos acercamos a la habitación de mi padre. La cama estaba sin deshacer. Mi hermana temblaba, la apreté contra mí, bajamos al vestíbulo y llamamos a nuestro padre. Las ramas de los árboles abatidas por el viento proyectaban unas sombras lúgubres que acentuaban la soledad de la casa. Nadie nos contestó. Subimos a su habitación y sería por el cansancio, o porque no quería pensar en la negrura del momento, el sueño me venció. Por la mañana nuestro padre encontró nuestros cuerpos cruzados en medio de su cama. No le dejé que me abrazará y mi hermana repitió lo mismo. El bicho peludo apareció de nuevo en mi interior. A partir de aquel día volvimos a las verduras cocidas, al polvo en las esquinas y el olor a chocolate y vainilla desaparecieron de nuestra cocina. Un domingo mi madre volvió a casa.
Habían pasado cuatro meses desde su internamiento y uno desde su regreso. Abandonamos los monos de dril y las trenzas y regresamos a los vestidos y bucles en el pelo. Un día vimos a Katty desde el autobús de la escuela. Los andares pesados acentuaban su vientre voluminoso. Su vestido era tosco y desgastado y las sandalias le bailaban en los pies. Mi hermana la vio y exclamó: » Es Katty». Yo no dije nada en casa.
Mi madre nunca volvió a la clínica de salud, la garra negra se la curaba balanceando su dolor en la mecedora. ¿Sospechó algo? ¿Lo hacía por nosotras? Nunca lo supe. Pasados los años mi padre cogió un ayudante para la serrería. Tenía un aspecto tan imponente como el suyo. Un día lo trajo a cenar. Sus movimientos se parecían a los de mi padre que empezaban a flojear. Nos trajo una tarta de chocolate y pan cakes.
Y así fue como Forrester entró en nuestras vidas.