La industrialización en la panadería ha llegado a tales extremos que es verdaderamente difícil encontrar lugares donde todavía se elabore pan a la vieja usanza, cómo nuestras abuelas solían hacer. Más aún, en un medio urbano, donde parece que ya no tenemos tiempo para algo que siempre ha sido y será fundamental en nuestras vidas: saber cómo alimentarnos.
Hacer pan es trabajar con un organismo vivo, ya que la gran protagonista es la levadura si exceptuamos el llamado pan ácimo, que no la lleva. La levadura se alimenta de los azúcares de la masa, transformándolos en alcohol y en dióxido de carbono. Es precisamente este gas el que proporciona su característica esponjosidad al pan. Este proceso se denomina fermentado, y es sin duda la clave para realizar un buen producto.
Otra fase básica de la elaboración del pan está en el amasado. En la que se mezclan todos los ingredientes (fundamentalmente levadura, harina, agua y sal). Aunque, se puede realizar el amasado mediante algún robot, es recomendable hacerlo a mano, sobre todo por la satisfacción de manipular la masa con las propias manos.
Eso fue lo que hicimos en el taller de Elaboración de Pan Casero que, dentro del ciclo “COMPARTIR SABERES”, se llevó a cabo el pasado 12 de abril en la Asociación de Vecinos Valle-Inclán de Prosperidad. Cada uno de los asistentes utilizó una masa de unos 250 gramos. Se mezclaron dos tipos de harina: una integral y otra refinada. La primera es mucho más rica que la refinada en el sentido de que contiene toda la fibra del salvado (cáscara del cereal). Sin embargo, conviene advertir que con la harina refinada se obtienen unos panes más esponjosos por la mera razón de que contiene más gluten potencial.
Nos fuimos del taller con la sensación de que hacer nuestro propio pan es, de alguna manera, ayudar a recuperar la cultura, ya olvidada, de cómo alimentarnos bien.