Hablar de elegancia en un tiempo tan áspero como el que vivimos puede parecer una ironía contradictoria y hasta un detalle de mal gusto.
Conviene aclarar de entrada que no me refiero a un concepto elitista y sofisticado de la elegancia, lleno de referencias sociales y de resonancias estetizantes. Se trata más bien de un conjunto de valores y actitudes, de un equipaje moral que nos acompaña y sostiene, que dinamiza el entramado de nuestras acciones y emociones. Es también el motor del empeño por nuestra transformación personal y nuestra implicación social.
La elegancia moral no es tampoco la estética estridente que ha arraigado entre la progresía, sino más bien un trato global y sereno con las cosas, un tono sencillo en los gestos, una mirada que despierta la confianza. Quien practica esa elegancia combate sin herir, convence sin vencer, dialoga, acoge, respeta sin olvidar la humildad y la cercanía.
Estos y algunos más son los atributos principales de una limpia y sencilla elegancia, que no está en contradicción con la estética o el refinamiento, pero que tampoco son su acompañamiento indispensable. Más bien habrá que situar la elegancia moral en la dinámica de los valores personales y sociales que dignifican la convivencia y alumbran la ciudadanía. Esos valores no se agotan en el inventario de las virtudes “pequeñoburguesas” –la sensibilidad, la ternura, la ironía…- sino que constituyen una parte importante del dinamismo personal y social.
La elegancia moral toma partido por la voluntad práctica de concordancia y de armonía entre las personas, las actitudes y las tareas. Todo ello constituye un entramado vivo para beneficio de la sociedad y enriquecimiento de la persona, que suelen ser intercambiables y recíprocos.