La ciudad es muchas veces un espectáculo bochornoso de ruido, suciedad y desorden. Y lo malo no es que la ciudad constituya ese espectáculo lamentable, sino que ella es nuestro espacio vital, algo que nos sostiene y nos concierne, mucho más que un muestrario de desventajas y carencias, algo así como nuestra segunda piel.
Porque la ciudad es también el conjunto de una variedad que pretende ser armoniosa y colorista. Su parcial aspereza cede el paso a un paisaje ameno y atractivo, hecho de parques y de puentes, de un singular río en el caso de las ciudades privilegiadas que lo disfrutan…Su carácter de nervio vital convierte al río en el corazón dinámico de la ciudad, su seña de identidad más natural y expresiva. Y que se complementa con otros escenarios no menos atractivos: las amplias avenidas, las anchas y frescas arboledas, los sugestivos rincones, los edificios antiguos…
Poco a poco, un perfil de dignidad y belleza se va adueñando de la ciudad como reflejo de su pasado glorioso para la historia y para la vida social. La ciudad es germen y espacio para la cultura que pervive y se depura a lo largo del tiempo, que también crece arrastrando su amalgama de impurezas que es preciso decantar. Pero la cultura será siempre un homenaje a la creatividad, un canto al arte inserto en la vida, un trabajo cotidiano personal y grupal y un correctivo y contrapeso a las destemplanzas de la “modernidad”.
El silencio y la música son cómplices de la ciudad adormecida. El silencio de la noche estrellada u oscura, la música de fiestas y conciertos: paisajes y sonidos diversos que contribuyen a la armonía del conjunto.
Así la aspereza de la ciudad permite que nos aproximemos a un perfil de belleza que templa nuestros nervios y nos enriquece la vida. Todo ello gracias a los colores y matices que adornan un paisaje siempre singular y único dentro de la variedad.
Que el encanto y la armonía de la ciudad sobrevivan a la banalidad y a la aspereza: es nuestro deseo y nuestra tarea cotidiana.