Seguramente nadie va a creerme, pero es cierto. Lo entiendo, yo tampoco lo creo, pero es real. Ahí, puesto en su cintura, lo veo todas las tardes, excepto domingos y fiestas de guardar, cuando vengo a su casa a dar clase a su hija. De física, naturalmente.
En realidad, lo ocurrido es inverosímil para cualquiera, más para un recalcitrante racionalista que solo atiende a los resultados numéricos de los hechos, de los experimentos en primer lugar, una anomalía como otra cualquiera, supongo.
Ya digo que es real, tanto como usted y yo, pero, y aquí está el desconcertante misterio, uno que proviene de un sueño. Acaso uno imposible, irrealizable, algo como que nos entendamos los hombres o entre musulmanes y cristianos o, más difícil aún, entre protestantes y católicos, por poner ejemplos que se entiendan. Y, repito, yo he sido testigo.
Iré al grano cerrando estos circunloquios. El caso es que, hace unas noches, tuve un sueño, no como el de Luther King y la integración del mundo negro entre los blancos norteamericanos… ¡perdón, ya he vuelto al circunloquio, acaso para no entrar en materia!… bien, mi sueño fue muy sencillo. Yo, que la admiro en sueños y ahí, solo ahí, la conquisto, pensé que un cinturón sutil como el que veía todas las tardes al regresar de su casa en el escaparate de una boutique muy cara, hábilmente puesto sobe una maniquí muy atractiva en su casi esbozada desnudez oculta por una ligera tela estampada que se ciñe a su cuerpo como una brisa que la envolviese… ¡vaya, iba a decir en una tarde de otoño, pero me contengo!, y resultaba una nota discordante, que, lo confieso, te hacía desear ser ese cinturón.
Y durante el sueño, lo imaginaba puesto en la cintura de ella con lo que deseaba aún más ser el tal aditamento, puede que para estar tan cerca de su calor que luego, podría, tal vez, quitarlo yo con suavidad y… ¡qué sé yo!, con la esperanza de un mundo imposible, ya digo. Ese era el sueño, que ni siquiera llegó a ser erótico y giraba todo en torno a un cinturón muy delgado, como la línea que separa la felicidad del desencanto de un despertar sin su presencia.
-Hoy, veremos los vectores -le dije a su hija esa tarde antes de empezar la clase.
-¡Qué rollo! – dijo ella con buen criterio juvenil.
-No creas, esos entes matemáticos, son la imagen perfecta de una velocidad, una fuerza, un campo magnético y otras magnitudes físicas que iremos conociendo- añadí para quitarle el miedo escénico ante lo desconocido. Yo, al menos, lo intenté.
Terminaba la clase y en el ambiente estaba su perfume, no ella, cuando, de repente, se abrió la puerta y entró ella con una bandeja con té y pastas.
-Creo que os lo merecéis… he escuchado lo del impulso y la energía y también lo he sentido, aquí está mi impulso . Y río como la diosa que era.
Y ocurrió lo impensable, lo muy improbable, solo posible por arte de mi sueño: ¡ella llevaba en la cintura aquel cinturón que yo quería ser y, luego, quitarle con mucho cuidado, casi sin rozarla, sintiendo solo la entropía de mi corazón en desorden.
-Ah, ya, que amable por su parte, pero ya hemos terminado, tengo que marcharme -dije cruelmente.
-Cuanto lo siento, profesor, acaso, el próximo día -dijo ella sonriendo como las diosas… ¡ya sabemos el resto, claro! Es lo que me pasa, que me pierdo en disquisiciones por no ir al grano.
Los días siguientes no pasó nada reseñable, pero al volver a casa con mis libros, miré el escaparate y, allí estaba el cinturón, juro que es cierto y por eso no pude evitar esa tarde cuando de nuevo trajo su té con pastas, preguntarle por el cinturón que llevaba el otro día.
-Es que me sugirió una línea continua sobre una superficie diferenciable con curvatura positiva -dije para disimular mi curiosidad. Ella quedó algo sorprendida, lo cual es siempre de agradecer cuando de una mujer, no digamos una diosa, se trata.
– No lo recuerdo, no he llevado últimamente un cinturón y es curioso porque el otro día, dudé en ponerme uno que ya no uso- dijo pensativa.
-Quizá estoy equivocado -me disculpé- y lo he visto en otra parte… ¡claro, no iba a decirle que fue en mi sueño!
Entonces, ella preguntó:
-¿Cómo era ese cinturón que llevaba puesto? -dijo mirándome intensamente.
-No lo recuerdo y, tal vez, no merezca la pena, creo -quise evadirme. Pero no me dejó.
-Sí, sí la merece -añadió poniendo azúcar en la taza de té.
-Quizá era negro, muy delgado, y tenía una hebilla con forma de corazón con piedrecitas brillantes -expliqué.
– Son brillantes, pequeños pero brillantes, lo compré en París hace un par de años en la Place Vendôme y no lo llevaba por si se caía alguna de esas piedrecitas -dijo mirándome fijamente a los ojos. Pensé: “¡ahora me despide de dar las clases por impertinente!”
Pero dijo:
-Si me acompañas a mi cuarto, te lo enseño… ¡es curioso, muy curioso! -añadió pensativa. Y me dejé llevar de su mano hasta el santa sanctórum de su dormitorio.
Buscó en su armario repleto de prendas femeninas fantásticas, abrió luego un cajón, sacó un secreter y, de él, aquel cinturón.
-Es este el que me viste llevar, ¿verdad?
-Sí, es ese -dije. Y ocurrió el milagro.
Con mis pocos años de estudiante universitario, supe lo que era llegar en un rayo de luz a otra galaxia y, desde entonces, no he olvidado aquel viaje. Incluso ahora que ya soy un adusto profesor en una universidad de provincias lo sueño algunas veces y acaricio el cinturón que me regaló aquella mañana al despedirnos.