Hizo un día esplendido, soleado pero no caluroso, estupendo para pasear por calles, y parques. Algo de suerte tuvimos, porque quince días antes tuvimos que aplazar la excursión porque no hacía más que llover.
En el tren de cercanías que cogimos a eso de las nueve, para aprovechar el día, ya fuimos hablando de nuestras cosas pero también de lo que íbamos a ver. La idea era ver como se había formado Aranjuez a partir de la Casa Maestral de la Orden de Santiago construida en el Siglo XIV, hasta convertirse en un conjunto palaciego renacentista y barroco, con los grandes Parques y jardines, que contienen especies forestales exóticas pero que también tuvieron huertos y plantaciones de frutales, y la Villa que se desarrolló ordenadamente desde finales del XVIII.
Un conjunto que, con las obras hidráulica iniciadas en el XVI que permitieron controlar el caudal de los ríos y establecer grandes regadíos ordenados por paseos arbolados y rotondas, fue declarado en el año 2001 Paisaje Cultural Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Siguiendo nuestras costumbres urbanitas saludables solo utilizamos el transporte público y caminamos. Al llegar a la estación cogimos el autobús municipal hasta la villa y paramos para tener una primera vista de la Plaza de San Antonio frente a Palacio y pasear por los soportales y patios de las Casas de Oficios, de Infantes y de Caballeros, que sorprendieron a varios miembros del grupo.
La siguiente etapa consistió en acercarnos a Palacio, cruzar el canal y pasear por el Jardín de la Isla con las fuentes de Apolo, del niño de la espina, la pajarera, el invernadero, etc., para volver por el paseo que separaba los jardines de los huertos de palacio y el borde del Tajo, paseo muy querido por alguna reina. Por lo que se ve también las había que sabían disfrutar de estos placeres más sencillos y no andaban solo en los disparates de la Corte.
A las doce y media nos subimos al Chiquitren, como gente sosegada y algo mayor que somos, e hicimos un recorrido por la Villa y el Jardín del Príncipe, que resultó muy descansado y nos sirvió para tener una visión general de lo que por la tarde podíamos hacer. Fuimos muy animados en tres vagones llenos donde solo había un par de niños, por lo que lo rebautizamos como el Yayotren, más ajustado a la realidad demográfica de los pasajeros.
La comida de menú fue un éxito en el Rana Verde, un clásico, y a un precio moderado de catorce euros. Ocupamos una gran mesa junto a las cristaleras que dan al Tajo y hubo mucha animación, chascarrillos y conversaciones cruzadas.
Por la tarde se formaron dos grupos, al gusto de los participantes. Uno se fue a deambular por la Villa y otro a pasear por los Jardines del Príncipe, donde se divertía la Corte, por el embarcadero de falúas y la zona de juegos de la gallina ciega o donde hacían teatro y cantaba Farinelli Il Castrato. Acabamos tumbados en la hierba junto a los pequeños Pabellones Reales, como en los cuadros de Velázquez.
Finalmente a eso de las siete volvimos caminando a la estación y a las nueve estábamos en casa contentos y no demasiado cansados.