«Se fue sin una nota de despedida». Así concluía el diario de mi madre el 3 de marzo de 1980, fecha en la que yo cumplía cinco años. Pocos para acordarme que a la vuelta de un fin de semana en casa de mis abuelos mi madre me dijo «el cielo se ha llevado a tu padre» …Y veinte años, muchos, para haber vivido con una ficción.
Primero fue incredulidad, pero no duró mucho. Reviví las palabras de mi abuela que me decía: ay niña, niña. No creas nada de la vida. Cosas de mayores pensaba.
Quizá lo más difícil sea aceptar el cambio del pasado, lo que creíamos fijo y sobre el que habíamos construido nuestra vida. Colocar los recuerdos en un nuevo escenario. Me asomé a la ventana, una niebla dura bajaba de los montes y se instalaba en la ciudad.
Y maldije la hora en la que encontré el diario en la maleta, escondida en lo alto del armario con la verdad de mi padre. ¿Por qué se me ocurrió pintar la habitación de mi madre ahora que había muerto?. Volví a la página primera del cuaderno y leí «Es más alto que mi padre, sus ojos son negros y tiene unos bucles rebeldes en los que la gomina fracasa». Recordé no sin esfuerzo la cabeza de mi padre, potente, su sonrisa ladeada. Sentí la fragilidad de la vida en la que un papel, una muerte puede echarlo todo abajo en el tiempo más breve. Y un hecho nuevo, que no lo hemos pedido, ni buscado, aparece y te lleva por delante como una avalancha.
Abrí el diario por una página cualquiera y mi madre escribía: «hoy hemos ido al cine y me ha cogido la mano y me la apretaba cuando los actores se besaban. ¡Qué calor he sentido! Y al volver a casa me abrazó como lo había hecho Alain Delon con Claudia Cardinale». Siete años habían transcurrido desde su primer encuentro.
Y continué leyendo. «Compramos un helado, él de chocolate y yo de vainilla y al besarnos intercambiamos los sabores. Yo me quedé con la boca marrón y a él se le aclararon sus labios granates»
Adelanté varias páginas y releí » Me caso. Mañana tengo la prueba con la modista de mamá. Y lo hacemos en la ermita que mira al mar, a la que tantas veces he ido con mis amigas. Sus ojos me inquietan, aunque me mira parece que no lo hace. Se lo cuento a mi madre y me dice que todas las novias tienen miedo de casarse, pero todas quieren hacerlo».
Mis ojos se posaron en la foto del día de su boda, encima de la cómoda. No tenía nada especial. Al fondo estaba la ermita. Unos jóvenes como tantos de la época el día del enlace, ramos, tules, zapatos blancos, sonrisas. Muchas veces había visto esa foto y muchas, con ella en la mano, mi madre me contaba la impostura de un padre muerto. La miré de nuevo y contemplé los ojos de mi progenitor. Unos ojos que devoraban el mundo y las personas. Guardé la foto con su marco gastado en un cajón, junto a la caja de hilos de bordar de mi madre.
Otra página del diario decía, «la semana pasada ha nacido mi hija Clara. Tiene una boca pequeñita, pero qué bien sabe tomar el pecho. Apenas llora. Ni tan siquiera por las noches cuando quiere mamar. La que llora soy yo, porque su padre hace dos días que no aparecía por casa y hoy ha venido a conocerla. No le he dicho nada. Me tranquilizo al ver los ojos claros de mi hija. Las horas se me pasan en mirarla»
Y el diario hablaba de navidades y aniversarios en espera de una llamada, de alguna noticia. Y mi madre continuó cinco años a la espera del regreso de mi padre. Y el 3 de marzo de 1980 mi madre escribió, «No quería quedarse. Me queda mi hija. Y cuando sonríe ladeadamente recuerdo aquella tarde que besé su boca con sabor a helado de chocolate». Cerré el diario.
Sí madre, bordaste una fantasía y la cosiste a tu vida. Me mostraste su lado pulcro y tú te quedaste con el reverso, donde un amasijo de hilos de colores escondían las puntadas de tu existencia. Tenías razón, no es necesario decir siempre la verdad, como si la vida no pudiera ser contada de muchas maneras.