Quizá todavía podamos recuperar el tiempo perdido, el de la Ilustración, que impidió modernizar nuestro país y que entrase en la Modernidad en su más amplio espectro y, en el caso concreto al que voy a referirme, en la Modernidad Musical.
Teatro romano de Mérida
Durante los primeros años de la democracia se quiso recuperar ese tiempo, de casi dos siglos, poniendo todo el acento en la construcción de espacios continentes que luego, más tarde, y a veces nunca, se rellenarían con contenidos atractivos. Me refiero a esa política faraónica de construcción de auditorios que todavía hoy colea, que ha supuesto un inmenso gasto al erario público y que la mayoría de las veces se cerraron una vez terminados.
A menudo ni siquiera se terminaron de construir o siguen en proyecto sobre el papel. En paralelo a esta política de “construir la casa empezando por el tejado”, se puso en marcha una línea de actuaciones estatales, autonómicas y locales de ayudas a la realización de festivales, casi siempre estivales, que garantizaban unos veraneos muy animados. Esta política de festivales veraniegos estuvo muy inspirada en los modelos centralizados franceses y en los muy deslocalizados italianos, olvidando la premisa principal: estos países de nuestro entorno tenían detrás un bagaje musical y democrático que nosotros no teníamos, y, lo que es peor, tampoco queríamos reconocer que no lo teníamos. Y finalmente, y para seguir con la construcción por el tejado, que de todos es sabido es la mejor forma de construir, bastante avanzada la democracia se les ocurre a nuestros próceres acometer el temido y terrible asunto de las enseñanzas musicales y se pone en marcha la Reforma de las Enseñanzas musicales (BOE nº 238 del jueves 4 octubre/1990, Título II-De las enseñanzas de Régimen Especial, dentro de la Ley orgánica 1/1990 de 3 octubre de Ordenación General del Sistema Educativo). Así esta reforma sirvió para recuperar un nombre decimonónico –conservatorio– y crear toda una red de los mismos, al margen de las enseñanzas obligatorias y regladas, englobados en unas eufemísticas Enseñanzas de Régimen Especial.
Han pasado casi treinta años de estos hechos que nos han llevado a donde estamos ahora: a) carencia real de público de aficionados, todavía tenemos pendiente la creación de un público verdaderamente conocedor y aficionado a la gran música de nuestro entorno cultural, y b) carencia de contenidos modernos y tradicionales de peso en la mayoría de las ofertas musicales, salvo honrosísimas excepciones que no voy a nombrar, pero que son de sobra conocidas. En un aparte muy “especial” está la ópera, con sus estupendísimos templos rodeados de trincheras que impiden la entrada de aire fresco que renueve, refresque y conecte a los llamados grandes públicos con un repertorio, que aquí se sigue considerando “exclusivo de ….”. Pero estas trincheras sobre todo han servido para evitar que entre nada nuevo que pueda “contaminar” y alterar esa dinámica interna cómoda, facilona y sin ninguna conciencia de servicio público, que en definitiva es para lo que estos teatros se crearon en democracia (de nuevo, existen honrosas aunque mínimas excepciones).
Enseñanzas musicales
Lo primero que deberíamos asumir como canon es que la enseñanza de la música tendría que estar integrada en las enseñanzas obligatorias, y la enseñanza superior en las universidades. Hay que reivindicar el valor de la música como disciplina artística que desarrolla la espontaneidad, la intuición, la imaginación, la sensibilidad… al mismo tiempo que la atención (la multi-atención) y la inteligencia creativa, lo cual, aún siendo un lugar común, es bueno y obligado repetirlo.
Sin embargo, separar dichas enseñanzas de la “vida común” sólo las perjudica, por hacerlas más exclusivas, más exigentes, más apartadas del “mundanal ruido” y por tanto no favorece en nada la difusión de la misma, es decir, la creación de públicos aficionados y conocedores de ese gran patrimonio de la humanidad al que pertenecen, y citaré velozmente por orden cronológico, las música medievales europeas, los trovadores y juglares, la gran abadesa Hildegarda de Bingen (1098-1179), el Ars Antiqua (Perotin, 1155-1230- y Leonin, 1150-1201), las polifonías renacentistas y así, pasando por el Clasicismo y la primera escuela de Viena, Haydn y Mozart hasta el Romanticismo, el post-romanticismo, el siglo XX y hasta nuestros días, con ese gran repertorio de música de cámara y sinfónico, por no hablar del gran teatro musical europeo, llamado ópera, desde el L’Orfeo, favola in música de Claudio Monteverdi, en la Venecia de 1607, considerada la primera ópera, hasta Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann, comenzada en 1957, estrenada en 1965 y pocas veces repetida, pasando por los clásicos operísticos del siglo XX (Lulú o Wozzeck) o las óperas de nuestros contemporáneos occidentales; todo ello con un larguísimo etcétera… por no citar los repertorios de tradición no europea, tan eruditos como el nuestro.
Lo que más se aproxima a esa inserción de la música en el “mundo real” son los denominados centros integrados (impartición de las enseñanzas primarias y secundarias obligatorias junto con las enseñanzas elementales y profesionales de la música), que ciertamente, aunque algunos existen casi como ejemplos de “modelo piloto”, no sólo no abundan sino que su porvenir, de seguir por este sendero por el que nos perdemos, es la desaparición. El asunto de los conservatorios superiores es otra incongruencia más en este magma: la música debería estar inserta con el resto de las materias artísticas y no artísticas en su propia facultad, dentro de un campus universitario que oxigenara las mentes y los corazones de alumnado y profesorado.
Y de nuevo, todo esto es fácil de resolver, muy fácil, solamente hace falta tener ganas, tener eso que se llama voluntad política.
Difusión musical
Las políticas de difusión de la música se han venido organizando en torno al instituto autónomo dentro del Ministerio de Cultura, de ámbito estatal (muy al estilo centralizado francés) denominado INAEM (Instituto Nacional de Artes Escénicas y Musicales); además, las diferentes autonomías han duplicado el modelo de subvenciones y de programaciones, usualmente dirigidas desde los organismos centrales sin criterios profesionales claros y sin políticas de inserción de minorías y mayorías históricamente discriminadas, muy especialmente las mujeres –todavía hoy silenciadas en las grandes programaciones– que ayudasen a normalizar una situación de hecho discriminatoria y antidemocrática, donde el varón, blanco, de mediana edad y clase social media, es siempre el más programado, premiado y jaleado.
A los auditorios y teatros de ópera ya me he referido antes, sólo quiero señalar la importancia de gestores musicales con formación musical contundente y con leyes democráticas en las que apoyarse, un poco a imagen de los famosos funcionarios de la música franceses, para que puedan organizar, con el erario público, el dinero de la ciudadanía, sus temporadas musicales y operísticas, cumpliendo las leyes y no a golpe de pasillo o almuerzo en restaurantes caros.
En resumen
La verdadera cultura musical la adquiriremos el día en que las enseñanzas musicales estén integradas en las enseñanzas obligatorias, o no obligatorias como es el caso de la universidad, pero pertenezcan al corpus normalizado. Mientras tanto estaría muy bien aprovechar esa enorme y riquísima cantera que son los conservatorios profesionales de música cuyos resultados se aproximan al conocido “sistema de orquestas venezolano” tan famoso y bien considerado en toda la comunidad internacional. Estas políticas educativas deberían ir parejas a una enorme reforma de la gestión musical en nuestro país, democratizando inclusivamente sus programaciones –ya se ha dicho más arriba– y democratizando en su más amplia acepción del término sus formas y contenidos.
Aún estamos a tiempo.
Marisa Manchado Torres es compositora y vicedirectora del Conservatorio “Teresa Berganza”. Ha sido subdirectora general de Música y Danza del INAEM- Ministerio de Cultura- durante 2007-08.