Irene, sentada en el taxi está a la espera de un par de clientes para redondear el día. Son las diez de la noche. Calcula que antes de las doce estará en su casa. La función que representan en el Teatro Real es «El lago de los cisnes». Tiene por costumbre recibir a los clientes con la misma música que acaban de escuchar en un intento de mejorar la propina. La noche es de un frío seco, las nubes juegan con la luna y las luces del Real proyectan su sombra en la plaza. La idea de que pronto acabará la jornada de trabajo, la relaja. Se apoya en el reposa cuellos del asiento, y su pensamiento vuela hacia su estreno de «El lago de los cisnes” hace más de veinte años.
La luz de los focos sigue sus movimientos, Irene, salta, hace una pirueta en el aire, los brazos se alargan, sus pasos rápidos recorren el escenario, los movimientos son suaves y delicados, se desliza por el auditorio como el cisne por el lago, y con el último salto se coloca en medio del escenario de puntas, se inclina, y despliega los brazos como las alas del cisne blanco, el tutú en posición vertical corona su cabeza, decenas de ojos la observan, su cuerpo se queda inmóvil en la posición final, y los aplausos inundan el escenario del auditorio del centro social, con un estruendo de gozo. Irene saluda varias veces y abandona el escenario, se deshace del maquillaje de porcelana, sale del camerino y oye los elogios de la gente. Sus padres acuden a felicitarla y los saluda con un beso apresurado: «A la noche os veo» y acelera el paso. Al fondo del pasillo está Germán, el casco reluciente de la moto destaca en el brazo izquierdo, corre hacia él y le abraza. En una esquina de la calle está la Yamaha aparcada. Irene monta en ella, rodea la cintura de Germán con los brazos, y apoya la cabeza en su chupa de cuero. Se encuentra en el paraíso. Atrás deja las miradas de reproche de sus padres, la monotonía de sus vidas, la escasez de su existencia. Tiene quince años y sabe que está enamorada, que quiere ser bailarina y que el mundo está dividido entre los que tienen dinero y los que carecen de él. Bajan de la moto, se besan con pasión. Pero Irene necesita la admiración de Germán.
– ¿Qué te ha parecido mi actuación?– le pregunta
– He llegado un poco tarde, pero bien, si bien.
– No sé, la gente ha aplaudido bastante, parece que ha gustado
–Ya te he dicho. Bien.
Germán está malhumorado, le habla de bujías nuevas, de discos de freno. A Irene le habría gustado que le comentara su danza. Había creído que al encontrarse los dos solos elogiaría su actuación, porque era el momento de hacerlo, porque era lo que quería, pero la actitud de Germán desvanece la magia de la noche y sin desearlo se ve sola en la parada del autobús nocturno. De regreso a su casa, Irene se encuentra sobre la mesa de la cocina, en una bandeja de hierro gastada por múltiples lavados, un sándwich y un vaso de leche todavía caliente. Siente un ligero escozor en los ojos.
Irene continúa con Germán un año más, pero apenas ha acudido a las clases de ballet, los músculos de las piernas ya no la mantienen como antes, su cuerpo ha perdido elasticidad y los movimientos no son tan armoniosos. La profesora habla con sus padres de sus ausencias, de su falta de motivación. La invita a que deje la escuela. Ha sustituido la música del lago de los cisnes, por el tubo de escape de la moto de Germán. Una noche Irene se ve de nuevo en la parada del autobús y rodeándose el cuerpo con sus brazos delgados como si tuviera frío pese a que es una noche cálida, toma una decisión y Germán desaparece de su vida, como antes lo habían hecho las piruetas y el paso a tres.
Los pensamientos de Irene se ven interrumpidos por el sonido de la puerta al abrirse. Una pareja se introduce en el taxi. Tendrían su edad. Un bello abrigo de visón protege a la mujer del frío de la noche, el del hombre es azul y lo acompaña con una bufanda blanca. La voz femenina le dice a Irene: «A Somosaguas, por favor». Hablan entre ellos. De la parte de atrás del coche le llega la voz de la mujer, que en un tono severo dice:
-Has llegado tarde
-Media hora, solo. Tenía que ir al concesionario de motos. La semana que viene llega la nueva
–Tú y tus motos. Mañana mi padre quiere verte en la fábrica a las nueve.
– Pero, si he quedado con Álvaro, vamos a probar su nuevo coche. Te lo dije
– Tú sabrás lo que haces.
Irene reconoce la voz, ese timbre bajo, pausado, más declamado que hablado. Mueve el espejo retrovisor para verle. Pero se le ha escapado del encuadre. Le pagan. La pareja se acerca a la verja de la casa, ella pulsa el timbre y la puerta se abre. Germán pone el brazo en el hombro de la mujer pero ella con una sacudida se lo quita. El se vuelve a Irene, la mira, no la reconoce, pero ella sí, su cara tiene el rictus de un actor que repite constantemente la misma función.
Irene, desliza el dedo por el móvil y llama a su marido.
–Llego en treinta minutos
–He hecho una macedonia de frutas…..
Arranca el taxi, sintoniza el allegro vivace de El lago de los cisnes y una sonrisa de satisfacción la acompaña hasta su casa.