Un desgarrador reportaje sobre el creciente cansancio de los ucranianos ante la guerra

Autor: Shura Burtin


Shura Burtin, periodista de la publicación suiza Reportagen, pasó dos meses en Ucrania, viajando a Kiev y a toda la región de Donbás, hablando con la gente por todo el camino. Observó un estado de ánimo nacional que ha cambiado notablemente en el último año y medio. Aterrorizados ante la perspectiva de ser reclutados, muchos ucranianos se han escondido para eludir las patrullas militares. Hay escasez de soldados en el frente, y las tropas que hay ahora llevan varios meses sin ser relevadas. La deserción se ha convertido en algo habitual. La evacuación de los heridos también se ha vuelto más difícil, ya que las probabilidades de supervivencia han caído en picado, en gran parte debido a los drones, que matan a la infantería con mucha más eficacia que el armamento antiguo.

Meduza, una web de la oposición rusa financiada hasta hace poco por la USAID, es decir por los enemigos de Rusia en esta guerra – algo, por otra parte habitual en los medios de dicha oposición – tradujo el informe de Burtin, que incluye docenas de testimonios que describen el ambiente en el frente y tras las líneas ucranianas. Son relatos desgarradores llenos de dolor, impotencia y desesperación. Todos los nombres de las personas han sido cambiados por razones de seguridad.

Por otro lado, este reportaje pone en evidencia a nuestros medios: ¿Cómo es posible que el trabajo de nuestros periodistas en esta guerra haya sido, y sea, tan mediocre y tan disciplinado con la narrativa atlantista?

I)El centro de reclutamiento

Hace año y medio, Kiev se sentía ajena a la guerra en el este de Ucrania. Hoy, la sombra de la invasión se ha acercado claramente. Saliendo de la estación de tren a las cinco de la mañana, oí inmediatamente las sirenas. Hacía frío y estaba gris, con algunos transeúntes dispersos que se apresuraban a recorrer Yaroslaviv Val bajo la nieve en polvo. El cambio en la atmósfera de la ciudad en el último año fue palpable de inmediato: se había vuelto más desolada y desesperada. Pronto sonó una potente explosión: un misil se estrelló contra el Holiday Inn. Más tarde, las noticias informaron de que alguien había muerto allí.

Sin embargo, más que los ataques con misiles, es el «CTR» lo que realmente hace que la capital parezca una ciudad en guerra. En sentido estricto, el Centro Territorial de Reclutamiento se refiere a las oficinas de alistamiento del ejército, pero en el habla cotidiana, la abreviatura ha pasado a significar las patrullas militares que capturan hombres en las calles para enviarlos al frente. Hoy en día, «CTR» es quizá la palabra de la que más se habla en Ucrania.

Al principio de la guerra, Ucrania no tenía escasez de soldados: un gran número de hombres acudió voluntariamente al frente. Pero muchos han muerto, y muchos menos están ahora dispuestos a luchar. Al principio, las patrullas de reclutamiento se limitaban a repartir avisos por las calles, mientras el Estado endurecía las penas por evasión del servicio militar. Cuando esto resultó insuficiente, las autoridades empezaron a utilizar la fuerza. Una patrulla te detiene, te mete en una furgoneta y te lleva a una oficina de alistamiento militar para un reconocimiento médico, donde todos son declarados aptos para el servicio. Este proceso ha sido bautizado como «busificación», quizá la segunda palabra más utilizada hoy en Ucrania. Más tarde, esa misma noche o a la mañana siguiente, te envían al campo de entrenamiento: un lugar en el bosque con tiendas o trincheras del ejército, un estricto dispositivo de seguridad y formación militar básica.

Hace año y medio, la gente ya murmuraba sobre la busificación, pero la amenaza aún no había llegado aquí. Las patrullas de reclutamiento recorrían pueblos y pequeñas ciudades mientras Kiev aún disfrutaba de la vida relajada de una capital. Todo ha cambiado desde entonces. Internet está ahora inundado de vídeos que muestran a agentes del CTR golpeando a hombres cuando intentan escapar, se niegan a someterse a exámenes médicos o se resisten a ser enviados al campo de entrenamiento.

Un hombre corre por la calle, zigzagueando como un conejo, perseguido por soldados. Hombres con la cara ensangrentada. Hombres saltando de furgonetas en marcha. En las redes sociales ucranianas, estas escenas ya son habituales. El gobierno ha prometido intervenir, pero no hace nada. Mientras tanto, han empezado a morir hombres en las oficinas de alistamiento del ejército. Varios han sido asesinados por los CTR. Puede parecer insignificante comparado con el número de personas que mueren en el frente y bajo los bombardeos rusos, pero estos incidentes han desmoralizado profundamente a la opinión pública ucraniana.

Un informe del CTR de Poltava capta el ambiente en el interior de las oficinas de reclutamiento:

“Aproximadamente a las 15:00 horas del 14 de marzo de 2025, en el puesto de alistamiento, un ciudadano de 25 años empezó a autolesionarsre los brazos con unas llaves tras enterarse de que había sido considerado apto para el servicio militar. Alrededor de las 18:00 horas de ese mismo día, un recluta de 32 años repitió acciones similares utilizando el cristal de una botella rota. En ambos casos, los médicos de la comisión militar prestaron los primeros auxilios. Una ambulancia, llamada por el oficial de guardia del CTR, confirmó que no había peligro para la vida de los hombres. Sin embargo, como estos «hombres» declararon que preferían suicidarse antes que defender a su país, fueron trasladados a un pabellón psiquiátrico. Mientras los medios de comunicación describen estos vergonzosos actos de cobardía y autolesión como «intentos de suicidio», el mando del Centro Regional de Reclutamiento de Poltava los considera un intento de eludir el servicio militar”.

En realidad, en Ucrania no es posible oponerse a la movilización. Por ley, una persona tiene derecho a elegir una pena de prisión en lugar del servicio militar, y muchos optarían por esta opción. En realidad, incluso estos hombres son enviados al campo de entrenamiento y luego al frente.

Muchos en Ucrania ven a los oficiales de los CTR como enemigos. Existen populares canales de Telegram en Kiev y otras ciudades donde los lugareños comparten actualizaciones constantes sobre avistamientos de patrullas. Los blogueros de la oposición en el extranjero han criticado duramente las patrullas, pero los principales medios de comunicación ucranianos rara vez cubren los casos penales contra quienes eluden el servicio militar obligatorio, los asesinatos en las oficinas de alistamiento del ejército y las deserciones. Se considera indecente admitir que muchos hombres no están dispuestos a servir. Los eslóganes alimentan la retórica predominante en Ucrania: la victoria está cerca, gloria a las Fuerzas Armadas, la nación está unida como un puño cerrado, etc.

¿Cómo han cubierto los medios de comunicación ucranianos los problemas del ejército?
Cuando llegué a Kiev este año, me enteré de que mis amigos ya no utilizan el metro porque hay patrullas estacionadas allí. Nunca viajan a otras ciudades y evitan salir al exterior a menos que sea necesario. A pesar de estas precauciones, el CTR «busificó» a dos de estas personas en un par de semanas. Después de que los agentes los pillaran fuera, pasaron una noche en una oficina de alistamiento y al día siguiente ya estaban en el campo de entrenamiento.

Cuando el domingo les permitieron 30 minutos de acceso telefónico, sus mensajes dispersos dejaron claro que aquello era como una cárcel: llena de borrachos (porque los hombres más precavidos siguen los canales adecuados de Telegram y saben cuándo deben quedarse dentro) y sin ninguna posibilidad de salir. Tras un mes de instrucción básica, te envían directamente al frente. A los hombres que se presentan voluntarios se les dan algunas opciones: rama de servicio, formación, especialidad. Pero si te cogen de la calle, simplemente te despliegan en el frente como infantería, sea cual sea tu estado de salud, profesión o preferencias.

Como uno de mis amigos es un programador de talento excepcional, supuse que lo destinarían a algún tipo de unidad de inteligencia por radio.

Nuestra amiga común Valya le dio un giro diferente. Me dijo: «Es un mercado de esclavos», refiriéndose a cómo las brigadas envían a los llamados «compradores» a los campos de entrenamiento básico para reclamar un número determinado de reclutas.

IIUn asesino

En una sola semana de febrero hubo varias historias estremecedoras. En Zaporozhie, un joven de 24 años fue asesinado en una oficina de alistamiento militar, pero su madre resultó ser abogada y empezó a investigar el caso. Un físico nuclear de Lviv saltó de un camión en marcha que le llevaba al campo de entrenamiento y se fracturó la base del cráneo (es posible que también le golpearan antes de su intento de fuga). En Jmelnytskyi, un hombre se cortó la garganta y murió en un centro de reclutamiento. En la región de Poltava, otro ,armado con un rifle de caza, disparó y mató a un oficial del centro de reclutamiento que escoltaba a los reclutas. Los círculos patrióticos exigieron al Servicio de Seguridad ucraniano que identificara a los autores de tales comentarios y los enviara al frente. También hubo llamamientos a linchar al asesino del oficial.

Viajo a Pyriatyn, la ciudad donde fue asesinado el agente del CTR, para asistir a la comparecencia del tirador. Cuando la policía trae al sospechoso, me sorprende ver a un hombre de unos cincuenta años, delgado y de aspecto triste. Se llama Vadym. Detrás de él, traen a Zhenya, el hermano de su mujer, a quien había intentado liberar. Zhenya, de unos treinta años, es un poco más joven que Vadym, pero igual de delgado, tímido y desconcertado. Ambos parecen hombres reflexivos de clase trabajadora. La madre de Vadym se sienta a mi lado en la galería y llora. Cuando le pregunto por qué su hijo estaba tan preocupado por su cuñado, responde: «Bueno, ya ves lo que está pasando en este país….».

Escuchando al fiscal, voy reconstruyendo los detalles: Mientras Zhenya era «busificado», llamó a su cuñado y decidieron que Vadym le seguiría y le ayudaría a escapar cuando la furgoneta se detuviera a repostar. Ya fuera por rabia o por estupidez, Vadym se llevó un rifle de caza. En la gasolinera, Vadym salió del coche y vio a Zhenya de pie junto a un agente de escolta del CTR llamado Sasha. Vadym levantó el rifle y le dijo: «¡Suelta el arma!». Pero Sasha ni se inmutó. En lugar de eso, el agente cargó una bala y levantó su fusil de asalto, momento en el que Vadym le disparó en el estómago. Sasha cayó al suelo, gimiendo: «Vanya, Vanya…», al parecer llamando a su compañero. Vadym cogió el arma del agente, le dijo a Zhenya que subiera al coche y huyeron a toda velocidad.

En el juicio, Vadym dice que nunca quiso matar al soldado, sólo asustarlo. Está claro que llevar un rifle de caza fue una tontería: en el momento en que lo levantó, se encontró en guerra, donde era matar o morir. Esperaba que el oficial del CTR sólo estuviera herido, pero tenía miedo de quedarse en la gasolinera, temiendo que les dispararan a él y a Zhenya. Cuando llegó una ambulancia 40 minutos después, Sasha ya estaba muerto. Zhenya y Vadym volvieron a casa y esperaron a que los detuvieran. Cuando las autoridades vinieron a por ellos, confesaron inmediatamente.

La realidad no refleja los acalorados debates en línea. Vadym no mató a Sasha por venganza contra los odiados oficiales del centro de reclutamiento de Ucrania. Fue una tragedia absurda impulsada por el miedo, no un asesinato a sangre fría.

En el taxi de vuelta del juzgado, le pregunto al conductor qué opina del caso. «Bueno, es una situación complicada», responde evasivamente. «Es realmente complicada. Sinceramente, temo que esto siente un precedente que permita a los agentes del CTR empezar a disparar a la gente. Y lo harán…»

III)Fugitivos

Huir del país es un fenómeno generalizado y una industria criminal en auge. Las cadenas de televisión ucranianas muestran a funcionarios sacando a hombres de furgonetas que se dirigen a la frontera, tirándolos al suelo y dándoles patadas. Los comentarios de los presentadores de las noticias dan a entender que eso es lo que se merecen los que eluden el servicio militar.

Para tener otra perspectiva, me puse en contacto con dos hombres, Serhiy y Sasha, que cruzaron ilegalmente la frontera ucraniana y ahora viven en Berlín.

La historia de Serhiy
– Ya había visto a tipos con carpetas empaquetando a gente. Iba a la tienda de la esquina, cerca de mi casa, y la cajera me advertía: «Ten cuidado por aquí. Están patrullando…». El detonante para mí fue cuando un directivo con el que trabajaba simplemente no vino a trabajar un día: estaba «busificado». Tenía una presentación para un cliente, pero no apareció. Sentí como si la soga me estuviera apretando. A partir de entonces, intenté no salir de casa. Cuando salía, guardaba el teléfono en el bolsillo y me concentraba en lo que me rodeaba, buscando algún peligro, por si acaso. Tuve suerte: uno de mis compañeros de trabajo vivía cerca y tenía coche. Íbamos al trabajo por carreteras secundarias.

En la oficina, teníamos un chat de grupo y, si se producía una incursión del CTR, los guardias de seguridad debían enviar una palabra clave y todos los hombres se apresuraban a bajar. Teníamos un sótano especial para escondernos.

Me enteré de que había hombres que fingían discapacidades, pero tardaban una eternidad y costaban una fortuna. Todo el mundo tenía miedo, los hombres y sus mujeres. Pero un día dejé de tener miedo. Lo único que me quedaba era la desesperación e incluso algo de rebeldía. Empecé a llevar un hacha pequeña al trabajo. Pensé que si venían a por mí, al menos tendría la última palabra. Mi novia se enteró y me dijo: «¿Quizá deberías irte?». Me dijo que una amiga suya acababa de salir y que [por ahora] aún era posible. Incluso me prestó dinero porque yo no tenía.

Me fui a trabajar y me pasé todo el día pensando en ello. Por la tarde, fui a la tienda de la esquina y vi a un anciano comprando un poco de trigo sarraceno o algo así y un poco de aceite de cocina. Parecía muy pobre. Y entonces me di cuenta. Pensé: Dios mío, no quiero envejecer en este país. Volví a casa, abrí una botella de vino e hice la llamada: Estaba listo para irme. Aquellos últimos días fueron una mezcla de desesperación y euforia.

Estudié todos los puntos de control donde el CTR detiene a la gente. Normalmente empiezan a trabajar sobre las ocho o las nueve, así que salimos de Kiev a las cinco de la mañana. Es una mujer dura y sensata, y nos sentimos más seguros con ella. Además, tiene un coche rojo brillante muy femenino, lo que nos tranquilizó un poco. El tramo más aterrador de la autopista fue cerca de Bila Tserkva, donde hay montones de puestos de control, pero las carreteras estaban vacías a esa hora. Nadie paraba a los coches tan temprano. Para entonces, todo me parecía un juego: no me quedaban esperanzas ni ilusiones. Más tarde, a veces paraban al coche que nos precedía, pero pasábamos de largo con el corazón en un puño.

Llegamos a Uman [170 kilómetros al sur de Kiev], nos registramos en un hotel y esperamos tres días a que nos dieran instrucciones. Nuestro guía nos emparejó con otros dos chicos: todos cruzaríamos juntos. Nos cobraron 8.000 euros a cada uno; para ellos, fueron 12.000 por persona porque tenían más intermediarios que se llevaban una parte. Más tarde, alguien del trabajo me pidió los datos de contacto de los gestores, pero acabó recurriendo a otro grupo. Me dijo: «Prefiero desembolsar 20.000 euros porque su ruta es de sólo dos kilómetros en vez de 20». Después de esa caminata de dos kilómetros, lo recogieron y se lo llevaron directamente al frente.

En Umán, recibo una llamada de un número moldavo con un destino y un mensaje para salir en taxi inmediatamente. Recorrimos 200 kilómetros en dos coches, nos bajamos en un descampado y esperamos a que parara un camión de la basura. Había 20 tipos dentro, todos empapados. El aire era sofocante, como estar en una sauna. Tuvimos que desnudarnos allí mismo para no recalentarnos. Resultó que eran de Odesa y llevaban ya dos horas dentro. Una gruesa cadena metálica colgaba del interior, había hombres desnudos tirados por el suelo, la condensación cubría las paredes del camión y el agua de escorrentía se acumulaba con óxido en el fondo.

Había traído una botella de whisky y dije: «Chicos, ¿quién quiere un trago?». Me contestaron: «¿Un trago? ¿Me tomas el pelo? Este tío está a punto de desmayarse». Cada vez que parábamos, oíamos voces fuera, y yo no paraba de decir a la gente: «¡Silencio, silencio, callaos!» para que los polis no abrieran la tolva.

Dimos tumbos durante tres horas, adentrándonos en la naturaleza. Cuando paramos, era casi de noche. Me torcí el tobillo al saltar del camión de la basura, y enseguida empezó a hincharse y a dolerme. Nos dieron otra geolocalización y salimos a pie, adentrándonos en un bosque que más bien parecía una densa selva. Tuvimos suerte de que uno de los chicos -un tipo grande, alto y robusto- supiera utilizar una brújula y se hubiera descargado un mapa offline. Él nos guió. Nos lo habían advertido: lo más importante era no desviarse de la ruta. Las ramas no dejaban de golpearme en la cara. Estaba lleno de arañazos por toda la cara, las piernas y los brazos. Pero fue divertido y nos mantuvimos unidos. También teníamos mucha sed; no habíamos traído mucha agua. De vez en cuando llegábamos a un descampado y nos habían advertido que debíamos cruzarlo a toda velocidad.

Después de unas cinco horas, llegamos a la frontera. Había una pequeña zona de bosque, y luego el último campo que teníamos que cruzar. Corrimos y corrimos, todo lo que pudimos, porque los drones podrían habernos visto. Vimos luces a lo lejos. En la frontera real había grandes barreras antitanque de hormigón con forma de «dientes de dragón». Ucrania las había colocado allí porque Transdniéster es una sucursal rusa. En cuanto cruzamos esas barreras, se activaron los sensores y se encendieron los focos. De repente, había perros y alguien con una linterna corría hacia nosotros.

Empezamos a registrarlo. Yo era el segundo en salir, y el tipo que iba delante de mí aceleró el paso cuando, de repente, le oí caer y gritar: «¡Cuidado! Un pozo!» Pero era demasiado tarde y yo ya estaba cayendo tras él. Salí volando, pero aterricé bien. Entonces, todos empezaron a caer encima de mí. La zanja era ancha y profunda, de unos dos metros y medio [ocho pies]. Todo el mundo bajó y se ayudó a salir por el otro lado. Levantamos al primero y luego empezamos a tirar unos de otros, moviéndonos lo más rápido que podíamos porque se acercaban por ambos lados. Salimos y echamos a correr. La verdad es que lo hicimos perfectamente.

Después de eso, había más bosque, pero las cosas se calmaron – sólo el sonido de los perros ladrando en la distancia. Había un tipo con nosotros que no paraba de quedarse atrás. Parecía que estaba realmente enfermo y lo había estado desde el principio. Sinceramente, en cuanto le vi, pensé que estaba muy mal. Era el mismo que estaba tan mal en la parte trasera del camión de la basura. Seguí ayudándole a levantarse, pero se quedó demasiado atrás cuando cruzamos la frontera. Les dije a los demás: «Vamos a esperarle». Ellos dijeron: «No vamos a parar por nadie. Sálvese quien pueda».

Lo dejamos atrás en algún lugar del bosque. Podía oírlo gritar por nosotros, pero ya estábamos demasiado lejos. No sé lo que le pasó.

Atravesamos el bosque y no había controles fronterizos, nada. Era inesperadamente tranquilo. Entramos en un pueblo de Transnistria. Era un lugar tranquilo y aislado, con unas pocas casitas y un río. Las luces estaban apagadas en casi todas partes.

Los contrabandistas que dirigían la operación empezaron a recogernos en grupos, dándonos agua enseguida. Uno de los conductores dijo: «Habéis tenido suerte. Los guardias fronterizos ucranianos atraparon al grupo que os precedía. Algunos pasaron tres días agazapados en los pantanos, esperando. Y hace una semana, un padre y su hijo intentaron cruzar y los guardias fronterizos de Transnistria les dispararon a los dos». Más tarde, oímos muchas historias de horror sobre gente encerrada y torturada por el KGB de Transnistria.

Condujimos durante horas y llegamos justo cuando salía el sol. Había perdido por completo la noción del tiempo. Todo a nuestro alrededor parecía deteriorado. El conductor era muy prorruso, gritaba que Ucrania los bombardeaba y todo eso. Miré a los chicos y les dije que se callaran y no dijeran nada. Nos dejó en el siguiente puesto de control, donde teníamos que cruzar otro campo para pasar de Transnistria a Moldavia. Otro tipo se reunió con nosotros allí, y le seguimos hasta el patio de alguien. Cuando arrancó el coche, vi que llevaba matrícula moldava. Después de otro largo viaje, nos dejó en un hotel de Chisinau. Todos estos conductores recibieron 100 dólares cada uno.

En el hotel, otro tipo moldavo llama y dice: «Me dirijo ahora al lugar. Tengo que coger vuestros pasaportes y sellarlos». Luego añade: «Tenéis que buscar otro lugar donde alojaros. Ese hotel no es seguro para ustedes. Les seré sincero: Han pillado al grupo que iba detrás de vosotros y toda la operación se ha vuelto oscura por ahora. No puedo llegar a ellos. Pasen desapercibidos en algún lugar durante 10 días».

Fue aterrador porque estábamos en otro país, ahora sin pasaportes, sin nada. Sasha y yo encontramos una casa, pero pasaron casi tres semanas hasta que aquel tipo volvió a llamar y dijo que todo estaba listo. Nos dijo adónde ir, nos devolvió los pasaportes sellados y nos dio la enhorabuena.

Esa noche salimos a dar un paseo. Era una sensación muy extraña: sonaba música, la gente se divertía. Nunca había salido de Ucrania; era mi primera vez en el extranjero. Ahora estoy en Berlín y es increíble. Uno de mis amigos [en Ucrania] vio en Instagram que estaba en Berlín y me mandó un mensaje: «Serhiyko, ¿te has fugado?». Le respondí: «Sí, no podía más». Y él me contestó: «Vete a la mierda. No quiero volver a hablar contigo».

Vale, no soy una persona valiente. No me alineo, no sigo órdenes, y no estoy dispuesto a sacrificar nada.”

* * * *
Le pregunto a Serhiy qué piensa hacer ahora que vive en Berlín. «Recoger bayas en verano y disfrutar de la mermelada en invierno», me dice.

IVA nadie le gustan los cobardes

«Los que se fueron, han desaparecido de nuestras vidas», dice mi amigo Valya. «Se han ido. En lo que a mí respecta, han perdido toda relevancia».

Al principio de la guerra, Valya, músico electrónico, vio algunos combates en las afueras de Kiev, pero en medio del caos, consiguió volver a la vida civil. Hoy, como muchos otros, intenta evitar el metro. Al explicar por qué no escribe a nuestro amigo común ahora destinado en el frente, Valya suspira: «Es que no sé qué decir. Llevan tres años en guerra, y nosotros aquí pasando el rato….».

A Valya parece preocuparle que él también haya perdido toda relevancia, y no es el único: todo el mundo en Ucrania se ha vuelto irrelevante para los demás, y una sensación de disonancia ha sustituido al sentimiento de unidad.

Otro amigo, Borya, ha vivido experiencias similares.

La historia de Borya
– Al principio de la guerra, parecía que sacaba lo bueno de la gente. Pero luego resultó que sale lo peor de la gente. Una guerra prolongada causa estragos en la sociedad. Le contaba a mi hermano cómo esos tipos se retiraron, y su mujer se puso muy nerviosa. La gente como ella pierde el temple enseguida. Le conté que los chicos mencionaron que algunos moldavos de allí eran muy desagradables con ellos, y ella dijo: «¡Sí, a nadie le gustan los cobardes!» Se puso a gritar, a silbar: «¡¿Qué, tenemos que rendirnos a Putin?!» Me puse nervioso, también, diciéndole: «¿Y qué te hace pensar que tienes derecho a decidir sobre la vida de los demás? ¿Sólo porque no quieres rendirte a Putin?».

Le digo: «¿Entiendes siquiera de qué huye la gente? ¿Has visto siquiera estos vídeos?». Quería enseñárselos: hay toda una serie de la Tercera Brigada de Asalto, en la que drones FPV cazan infantería. Con música alegre, las imágenes muestran a un dron persiguiendo a soldados [rusos]. Un dron se estrella contra un hombre, mientras otro filma desde arriba cómo muere. Los soldados intentan sobrevivir, incluso haciéndose los muertos. O un soldado se pone a cubierto detrás de un árbol insignificante, se agacha, y el dron le vuela por el culo, volándoselo. Y se queda retorciéndose en agonía y jadeando por aire, agitándose en un charco de sangre.

«¡Oh, por favor, yo no veo cosas así!» Por supuesto, la gente como ella no quiere ver esas cosas, las apartan sin pestañear. Porque si alguna vez se detuvieran a reflexionar y pensar las cosas, destrozaría toda su visión del mundo, donde hay lucha noble y belleza heroica. Pero abren los ojos y ven tripas derramadas, espinas dorsales rotas y mandíbulas desmembradas.

Esta mujer no carece de corazón: es una auténtica amante de los animales, con cinco perros adoptados. Naturalmente, si se permite pensar en estas cosas perderá la capacidad de mantenerse en el lado «correcto» de las cosas. Ella lo sabe, pero no se enfrenta a esa elección. Si no, acabaría tan mal como yo.

¿Por qué se presentaron tantos voluntarios cuando Kíev estaba rodeada? Entonces no había fe en la victoria, pero muchos no querían ser víctimas indefensas, como ovejas llevadas al matadero. Más tarde, empezó a parecer que había gente que te cubría las espaldas.
La guerra convierte a la gente corriente en niños indefensos, pero sabes que los adultos están ahí fuera, en algún lugar, solucionándolo de algún modo. Hubo un año en que todo el mundo hacía donativos, saludaba a los soldados por la calle, les daba la mano y les daba las gracias. Estos días, mires donde mires, te sientes como una oveja. Cualquier oficial de CTR puede darte una paliza. Y si no estás en el frente, la televisión no hace más que cagarse en ti: eres basura, todo es culpa tuya. La gente responde: «No soy yo. Son los ladrones y los funcionarios corruptos». Es suficiente para hacerte estallar.

¿Recuerdas cuando la contraofensiva se estancó? Ese otoño, The Economist publicó un artículo de [el entonces Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Valerii] Zaluzhnyi, en el que declaraba un punto muerto estratégico. Después de eso, Zelensky salió y dijo que no necesitaba generales que hablaran de estancamiento. Entonces hubo una campaña contra Zaluzhnyi, y lo despidieron. Y después de eso, todos los medios de comunicación, todos los patriotas, empezaron a decir que la guerra se alargaría. Nadie mencionó siquiera la paz como posibilidad. Se limitaron a taladrar en la cabeza de la gente: «Una larga guerra es inevitable. No se puede hablar con Putin.

Tenemos que luchar todo el tiempo que podamos». ¿Y ahora resulta que mintieron durante dos años? ¿Cuánta gente murió en ese tiempo? ¿Para qué fue todo?”

* * * *
Durante los últimos dos meses, he estado yendo y viniendo con Borya, que nunca deja de destrozar a Zelensky y a los patriotas de Ucrania. Entonces, un día, me encontré con él, y estaba completamente borracho. Acababa de ver una entrevista con un general que quería aumentar la movilización. Declarado apto para el servicio limitado, Borya debía presentarse en una oficina de alistamiento antes de febrero para someterse a un segundo examen médico. «Van a hacer que maten a todo el mundo, esos cabrones, hasta el último…», murmura sombríamente. «He tomado una decisión: No voy a ir a la oficina de reclutamiento. Que vengan a sacarme».

VUna pregunta grosera

Borya me envía todos los días vídeos de funcionarios del CTR, preguntándome por qué los periodistas no escriben sobre ello. Las imágenes no me escandalizan: al fin y al cabo, el país está en guerra y el Estado hace lo que puede. Pero sigo queriendo saber cómo la gente pasó de confiar en el ejército a temerlo como a la peste.

Me dirijo a Donbás para hablar con amigos que se alistaron voluntarios para luchar. Estos hombres no se alistaron al principio de la guerra; se lo pensaron antes de alistarse. Uno de ellos es Taras, cuyo primer despliegue fue como médico de combate en la fallida contraofensiva ucraniana en la región de Zaporozhie.

«Cada centímetro del suelo estaba cubierto de cadáveres. Sólo olía a pólvora, a tu propio sudor empapado de orina y cargado de adrenalina, y a carne putrefacta por todas partes. Luego nos trasladamos a Robotyne [una pequeña ciudad de la región de Zaporizhzhia], la mayor elevación de la zona. Si la hubiéramos tomado, habríamos podido avanzar cuesta abajo hacia Tokmak. Tuvimos que pasar literalmente por encima de cadáveres. Era finales de noviembre, principios de diciembre, y hacía un frío de mil demonios. Las trincheras estaban llenas de nuestros muertos. Intentamos sacar a algunos, pero fue inútil, no pudimos ni hacer mella”.

Taras trabajaba en derechos laborales y era presidente de un sindicato de trabajadores. Le visito en una pequeña ciudad cerca de Pokrovsk y le pregunto qué le impulsó a alistarse. Dice que aún le mueve la solidaridad:

“Hay un tipo, Artiom Chapay, que inició la primera petición exigiendo plazos fijos de servicio para los soldados reclutados. Fue la primera vez que alguien se levantó y dijo: «Tenemos que saber lo que nos espera; de lo contrario, se te mete en la cabeza. Sin eso, los soldados empiezan a quebrarse». Una de las cosas clave que repetía una y otra vez era que la responsabilidad de defender a esta sociedad debía repartirse equitativamente. Eso me tocó la fibra sensible. Empecé a preguntarme: ¿Es justo que yo esté detrás de las líneas y Artiom, que tiene dos hijos, esté cavando trincheras? Al fin y al cabo, la solidaridad significa trabajar, dar la cara y poner de tu parte. Dejó de ser una mera charla sobre el futuro del país y empezó a ser algo real, algo sólido».

Por supuesto, Taras no es una persona normal. Pero parece que la decisión de ir o no a la guerra está relacionada con un sentido más amplio de la justicia, incluso para la gente normal. Y ahora, ese sentido parece que se está desvaneciendo.

Decido visitar a Kostya, un antiguo colega que se alistó hace un año, después de verlo en Facebook burlándose de unos amigos que ahora viven en Berlín y que actúan como si estuvieran emocionalmente traumatizados por discusiones en Internet sobre la pureza de la lengua ucraniana. Básicamente les dijo: Dejad de quejaros allí y venid a estar con nosotros.

Kostya se reúne conmigo en un pueblo minero a las afueras de Pokrovsk. No estamos cerca del frente. Hay mucha gente fuera, las tiendas están abiertas e incluso algunas minas siguen funcionando. Kostya dice que le acaban de cancelar el día libre y que tiene que dejar a algunos hombres en sus posiciones. Es el conductor de un equipo de drones. Lanzan drones de largo alcance, algo así como pequeños «Shaheds», que vuelan decenas de kilómetros más allá de la línea del frente.

Paramos en su casa y descargamos cajas de cartón de la furgoneta. Una de ellas se abre y veo las alas de un avión teledirigido perfectamente plegadas, como un aeromodelo de la época soviética, pero más grande. Tanto la caja como las alas de espuma parecen algo endebles. Luego recogemos a dos tipos con rifles y salimos a los campos.

«Este es Shura. Es periodista, puedes confiar en él. ¿Algo que quieras decir?»

Vitalik, un chico joven, de unos 23 años, con el pelo rizado, empieza a hablar de repente con intensa emoción:

La mayoría de los altos mandos sólo quieren ganar dinero, les importa un bledo la vida de los soldados. El otro día, sin ir más lejos, enviaron a gente a plena luz del día a buscar un Leleka [dron de reconocimiento de fabricación ucraniana] perdido. Uno de ellos recibió un impacto, los médicos salieron a recogerlo y, a continuación, un FPV [dron pilotado por vídeo] les alcanzó. Uno mató a mi amigo, ¡un chico de 19 años! Pregúntales a estos chicos cómo su comandante de batallón les amenazó con venir y dispararles en las piernas si no lanzaban el dron. Se han perdido muchos drones porque insistió en lanzarlos con mal tiempo, y los pilotos lo sabían. Pero él no tiene experiencia, ¡y le importa una mierda!

Kostya lanza una mirada a Vitalik por encima del hombro, indicándole que se ha pasado un poco. Pasamos por pequeñas ciudades que estaban llenas de vida hace apenas un año. Ahora, son grises y sombrías. En cada puerta hay un jeep militar repleto de sistemas de guerra electrónica. Las carreteras se han convertido en papilla. Pero aún se ven ancianas sentadas en bancos con soldados, como si alguien hubiera pegado trozos de fotografías de épocas muy distintas.

Cuando estuve aquí el año pasado, en la carretera que une estos pequeños pueblos, aún había una vieja estatua escita de piedra. Recuerdo que nos detuvimos y me acerqué a pasar la mano por su superficie rugosa. La talla era tosca, pero aún así me pareció una ventana a mi pasado lejano: algo casi olvidado, pero aún mío. Sentí ese antiguo impulso de esculpir la forma humana, de intentar comprender su misterio. Durante miles de años, aquella madre de piedra ha observado con ojos muertos cómo la gente se mataba en estos campos. Ahora se ha ido. Hace unos meses, temerosos de que el frente se acercara, unos voluntarios la desenterraron y se la llevaron.

«Probablemente esté plantada en la casa de verano de alguien», bromea Kostya.

Por fin, llegamos a un foso junto a la carretera; un trozo de madera contrachapada sobre la entrada reza: «En uso”. Hay artillería pesada intercambiando disparos en algún lugar cercano, pero no es nuestro problema, y los drones no llegan tan lejos; lo llaman zona amarilla. Los chicos bajan del vehículo, otros dos salen del refugio, suben con nosotros y regresamos. Les pregunto qué hacían allí.

«Defendiendo la patria», me dicen.

Los soldados explican que han estado relevando turnos en el refugio para asegurarse de que no venga otra unidad y lo reclame. Se supone que es una base de lanzamiento de drones, pero su unidad es un desastre en este momento, y sólo están vigilando, no lanzando nada.

Después de dejar a los chicos, Kostya y yo nos metemos en un café. Los precios son escandalosos, peores que en el centro de Kiev. Los lugareños quieren sacarles todo lo que puedan a los soldados. Kostya me cuenta cómo acabó en el ejército. Se alistó a pesar de que tenía una exención médica gracias a una operación cerebral que le puso una placa de metal en el cráneo:

Estaba muy asustado, se supone que no debo tener conmociones cerebrales, incluso una podría matarme. Y alistarse es como ir a la cárcel: no sabes por cuánto tiempo. A cada segundo, sentía que iba a perder la cabeza, toda esa gente, todo ese papeleo. Primero, me metieron en decodificación: «Sólo estarás rastreando equipos, no hay riesgo de conmoción cerebral». Después de un mes así, me estaba volviendo loco. Atascado veinticuatro horas al dia, siete días por semana en una habitación cerrada, mirando un monitor. Sin aire, todo el mundo al límite, y la gente gritándose todo el tiempo. El noventa por ciento del trabajo es una mierda – sólo estamos viendo un campo vacío. Como si estuvieras volando sobre territorio enemigo y no encontraras nada porque todo el mundo se está escondiendo. Pero no puedes informar de que no has encontrado nada, así que empiezas a rellenar las estadísticas. Ves un vehículo al azar y dices: «Mira, un jeep Gaz, vamos a rastrearlo». Un soldado se baja, entra en una tienda y compra cigarrillos.

Nuestro comandante está sentado allí con una pantalla gigante que muestra una imagen pixelada, y dice que ve un arma. Nadie más ve ningún arma. Pero él no va a comer mierda delante de los hombres, por lo que suena la alarma, y bombardeamos la zona. «Ataque ejecutado. Objetivo destruido.» Estoy viendo la misma pantalla, y no hay una mierda allí. Nunca la hubo. En seis semanas, no me sentí útil ni por un segundo. Y la gente recibe paga de combate por esto.
Sabes muy bien que nadie está haciendo una mierda, pero siguen gritando sin parar como si estuviéramos en una misión crucial. Empecé a esconder coñac bajo el abrigo; llegué al punto de tomarlo con el té, mañana, tarde y noche. Sabía que estaba a punto de perder los nervios, así que empecé a montar un espectáculo, diciendo cosas como: «No puedo seguir con esto, es demasiado, sacadme de aquí».

Vine aquí porque quería hacer algo significativo, no engañarme a mí mismo, sino contribuir de verdad. Y entonces ves que es sólo este lío gigante. Conocí a un capitán de la unidad de descifrado que sabía menos que yo después de una semana y media de entrenamiento. Todo lo que le importaba era su próximo descanso para el almuerzo. Hay 10.000 puestos completamente inútiles. Cada trozo de papel que tocas tiene que ser entregado, llevado, firmado, sellado y aprobado, primero por un departamento y luego por otro. Siempre tienes que hacer la pelota a los jefes, y cuanto más viejo es el oficial, peor es su síndrome premenstrual. Y es duro saber que no hay un final a la vista. En nuestra unidad, la mayoría de los que se quebraban y se ausentaban sin permiso no eran los que estaban al frente.

Ahora, soy un conductor para un equipo de aviones no tripulados. Tengo un registro que muestra que salí en una misión, usé tanto combustible, conduje tantos kilómetros. El coche consume 10 litros de gasolina cada 100 kilómetros. Pero conduzco con cuidado y sólo consume cinco o seis. Mi oficial al mando me dice: «¿Me estás tomando el pelo?». Le digo: «Estoy ahorrando combustible». Me dice: «¿Qué coño me importa que estés ahorrando combustible? Los números no coinciden en el papeleo». «Entonces, ¿qué debo hacer?» Le pregunto. Me contesta: «Ve a comprar una manguera. No me digas que eres demasiado bueno para desviar gasoil como todo el mundo».

Esto es pura mierda soviética. Esta gente sabe exactamente cómo sacarte de encima mientras dominan el sistema para llenarse sus propios bolsillos. Nuestra unidad intentó siempre comprar drones. Hay varios fabricantes en Ucrania, y nos dimos una vuelta por sus fábricas para ver qué tenían… y todo es básicamente lo mismo en todas partes. Y vi cómo nuestro coronel le decía al director: «Bueno, si podemos llegar a algún tipo de acuerdo…», y él le lanzaba esa mirada de «yo te rasco la espalda si tú rascas la mía». No fue sutil. Hablaban de sobornos, es la única forma de hacer las cosas. Imagínate la cara de un viejo jefe soviético borracho e hinchado: ese era el aspecto de ambos. Al final, llegamos a un acuerdo con otra persona.

Kostya se fue por la mañana a llevarles pizza a los chicos: una hora de ida y otra de vuelta. Cuando volvió, tomamos un café en el centro de la ciudad. Por la noche, volvió a casa de los chicos con una botella de coñac para ayudarles a pasar la noche calentitos. Podríamos haberlo traído todo cuando los dejamos antes, pero veo que es la forma que tiene Kostya de mantenerse ocupado.

«Sabes que en realidad no estoy haciendo nada, ninguno de nosotros lo hace», dice Kostya cuando vuelve. «Lo que estamos lanzando – es un juguete para niños. La mitad de los drones se estrellan en algún campo y el resto pasan volando por delante. En tres meses, le hemos dado a algo dos veces como mucho. Pero estuvimos allí todos los días, ¿qué te parecen las estadísticas? Son tan difíciles de controlar que acertar en algo es un milagro. Nos prometieron mejores drones, pero bueno, es el ejército. Las promesas no significan una mierda. Presumir de cuántos vuelos de combate has hecho es como presumir de cuántas veces te has hecho una paja».

«Me siento como si estuviera en prisión», continúa Kostya. «Toda mi ambición se ha agotado. Me di cuenta de que no puedo seguir machacándome con todo esto. Ahora sólo hago lo mínimo: me ocupo del coche e intento no fastidiar nada. Trato de evitar que los chicos se arranquen las gargantas unos a otros (nunca dejan de pelearse), y me encargo de cosas como ayudar a encontrar alojamiento. Supongo que soy útil en pequeñas cosas personales, pero sinceramente, como unidad, no estamos haciendo nada importante. Oh bueno, al menos estoy ganando algo de dinero por ahora».
Estoy medio dormido por la mañana cuando oigo el tableteo de una ametralladora. Tiene una extraña cualidad reconfortante, como si me estuviera vigilando. Me dan ganas de darme la vuelta y volver a la cama.

«¿Qué es ese ruido?» Pregunto.

«Están derribando Shaheds», dice Kostya.

«¿Le están dando a alguno?»

«Es una pregunta un poco grosera», sonríe Kostya.

Finalmente, le interrogo sobre algo que me ha estado atormentando. Si el trabajo es una mierda y todo es tan miserable, ¿por qué Kostya sigue publicando en Facebook que los demás deberían alistarse en el ejército?

«Ja, sí…», vuelve a sonreír. «Así es como funciona: todo el mundo debe sacrificar algo».

Le pregunto si será la escasez de personal lo que finalmente obligue al ejército a cambiar.

«Lo dudo», responde. «Lo más probable es que se derrumbe».

Me parece que mucha gente en Ucrania actúa ahora como Kostya: han dejado de creer, pero siguen agitando la bandera.

Esa noche, cambio de tren en la pequeña ciudad de Smila, en la región de Cherkasy. Hace un frío que pela y suena una sirena antiaérea. No había billetes directos a Kiev, así que tengo que esperar tres horas al siguiente tren. Un dron Shahed sobrevuela la vía férrea. Y es extraño: sólo por el sonido se nota que no hay nadie dentro. Cualquier cosa con un piloto dentro parece diferente, mientras que esta cosa hace un ruido áspero y sin vida.

Cuando me acerco a la estación, echan a la gente. Esto empezó hace tres años, tras un ataque con misiles a la estación de tren de Kramatorsk. En las puertas cerradas, hay un anuncio de un «Punto de Invencibilidad»: las tiendas de calentamiento especialmente equipadas que se supone que funcionan en todas las estaciones. El cartel promete «té y café calientes 24 horas al día, 7 días a la semana». En la foto, personas con bufandas sonríen y sorben té. Nosotros nos quedamos mirándoles. Fuera hace un frío que pela.

Al cabo de una hora, la gente empieza a aporrear las puertas de la estación. El personal grita a través de las puertas que no es culpa suya, que tenemos que encontrar un maldito refugio. Así que lo hago: es un sótano estrecho a la vuelta de la esquina que está igual de helado y apesta tanto que cuesta respirar. Es imposible que alguien haya lavado las alfombras de los bancos en los últimos tres años.

A las dos horas, veo que una anciana sentada en la repisa de la entrada de la estación empieza a desplomarse. La cojo y empiezo a aporrear la puerta. «¡Tenemos cámaras! ¿No lo entiendes?», me grita una mujer que está dentro, pero finalmente accede a dejar pasar a la anciana al pequeño espacio de entrada entre las puertas. Todo es absurdo, pero crecimos en la Unión Soviética, así que conocemos el procedimiento. Parece como si el país se hubiera quemado. Ya nada tiene sentido.

Buzón de voz de Kostya
Más tarde, Kostya me dejó este mensaje de voz:

«Tío, no te equivocas, pero lo has hecho sonar como Remarque [el autor de la novela Sin novedad en el frente occidental]. Sí, las cosas están mal, pero lo que realmente quiero saber es por qué el sistema sigue funcionando. ¿De qué va esta guerra? Se trata de todas estas contradicciones que de alguna manera se las arreglan para funcionar juntas. Claro que el ejército ucraniano es un desastre, pero vamos, ¿hay algún ejército que no lo sea? No importa dónde estés, los comandantes están ocupados pensando en cómo tirarse a las chicas en el jacuzzi. Otros sólo intentan eludir el trabajo, y algunos se dedican a perseguir ascensos. Realmente no me gustan las Fuerzas Armadas de Ucrania: es un sistema brutal que mastica a la gente y la escupe, pero maldita sea si no hay algo duro y obstinado en su núcleo que ha evitado que se desmorone. Y sigue resistiendo, aunque las cosas se están torciendo cerca de Pokrovsk, pero no se está derrumbando ni retrocediendo. De alguna manera, la vida sigue ganando a la muerte, no me preguntes cómo.

VIEl desertor

Hace año y medio conocí a un soldado de asalto llamado Danylo, que se convirtió en la figura central de uno de mis informes. No podía ni imaginarme por lo que había pasado, pero tenía una humildad y una fuerza silenciosas increíbles. Por aquel entonces, lo tenía todo. Hablaba de «expulsar a esos cabrones» y decía que todo el mundo tenía que prepararse para luchar, sin excepciones. Hace seis meses le escribí para preguntarle cómo estaba.

«Hey, estoy en la mierda en este momento, me dirijo a Chasiv Yar mañana», respondió.

«Trata de no ser un héroe, ¿de acuerdo?» Le dije

«Ya hice lo de héroe, ahora sólo quiero salir vivo».

El tono era nuevo. Cuando regresé a Kiev, volví a llamar a Danylo.

«Me ausenté sin permiso», me dijo. «No me lo esperaba, pero quizá sí».

Según distintas estimaciones, en otoño de 2024 había en Ucrania entre 100.000 y 200.000 desertores. Los soldados dijeron que aproximadamente un tercio de los nuevos reclutas huyen del frente, ya sea inmediatamente después de llegar o después de su primera batalla. Sencillamente, no hay forma de evitar que se vaya tanta gente. Muchos comandantes ni siquiera se molestan en presentar un informe – simplemente no tienen tiempo. Las autoridades han abierto más de 60.000 causas penales por deserción, pero no se investigan: el Estado no tiene ni una décima parte de los investigadores necesarios. Cuando alguien deserta del frente, técnicamente está fuera de la ley, pero no hay un castigo real. Y los mandos saben que no tiene sentido retener a tipos así. Son peso muerto. Así, alrededor de un tercio de lo que hacen los centros de reclutamiento y los campos de entrenamiento se va directamente por el desagüe.

Los soldados que realmente han empezado a salir en misiones de combate son menos propensos a desertar: se acostumbran al peligro y, además, crean vínculos reales. Eso hace que sea más difícil dar la espalda a los hombres que te rodean. Sin embargo, incluso los soldados más veteranos se están retirando, ya no pueden soportarlo más. El gobierno dijo hace un año y medio que decidiría cuándo se podría relevar, pero era mentira. Al final, te das cuenta de que el ejército va a seguir utilizándote hasta que mueras. Eso es todo.

Danylo dijo que se hartó de ser tratado como una mierda. Lo que realmente le afectó fue cuando su oficial al mando le dijo a su unidad que entrara en una ciudad ocupada por los rusos y mantuviera un anillo defensivo dentro de una escuela. Danylo pensó que era básicamente un suicidio y rechazó la orden. Al principio, el comandante del batallón le amenazó con presentar cargos penales. Luego esperó a que Danylo se durmiera y consiguió que unos cuantos hombres de su escuadrón entraran en su lugar. Los chicos murieron, y Danylo no podía perdonar al oficial por hacer que los mataran sólo para marcar una casilla para los superiores.

Explicó: «Luego te sacan de la rotación, te llevan a la base, te ponen en fila y te dicen: “Dentro de un mes llegarán nuevas tropas, tenemos que preparar las cosas”. Así que nos vemos obligados a cambiar ventanas, pintar paredes e instalar duchas. Y nos miramos unos a otros como… Espera, ¿en serio? Acabamos de pasar cuatro meses y medio en el frente, ¿y ahora nos toca pintar paredes? Después de dos años, acepté que soy desechable. Pero es difícil seguir destrozándote cuando ves que no les importas una mierda. Todos están completamente agotados. Los chicos están quemados».

Cuando le pregunto a Danylo qué fue lo que finalmente le hizo marcharse, esto es lo que me cuenta:

“Yo y mis chicos estábamos dentro de esta casa cuando un avión no tripulado lanzó una bomba incendiaria de magnesio sobre nosotros. Pensaron que saldríamos corriendo, así que tendieron una trampa para emboscarnos en cuanto apareciéramos. Pero yo llevé a los chicos al sótano, y nos acurrucamos allí durante una hora y media, ahogados por un humo espeso y pasándonos una máscara antigás entre los tres. Uno respira mientras los otros dos esperan. La casa sobre nuestras cabezas está ardiendo. También teníamos un lanzagranadas escondido cerca y, por supuesto, estalló. Así que estábamos sentados en una casa en llamas, con todo al rojo vivo. Era un infierno, y lo único que podías hacer era tumbarte en el suelo y esperar no freírte.

Me di cuenta de que estábamos a punto de desmayarnos, así que salimos corriendo y nos escondimos en un patio. Allí tumbados, oímos [a las tropas rusas] caminar sobre cristales rotos a pocos metros; pensaron que nos habíamos quemado vivos. Casi lo habíamos hecho. Dimonchik ni siquiera podía mover las manos. Susurro en la radio: «Sácanos de aquí. Usa los drones – cualquier cosa.» «Danylo, dirígete al siguiente patio», dice la voz. «Mete a tus chicos en un sótano, luego vuelve a por los nuevos». Les digo: «No. Voy a sacar a mis chicos primero – me ocuparé del nuevo grupo más tarde.» Salimos a oscuras, tanteando el terreno. Tiré de la anilla de una granada y la llevé así durante dos horas y media.

Saqué a mis chicos – estaban quemadísimos – y cogí al siguiente grupo. Ni siquiera los acompañé todo el camino hasta el sótano, sólo unos 50 metros. Les señalé y me aseguré de que podían llegar solos. Sólo quería salir de allí, rápido. No sé por qué no lanzaron una granada primero, no eran novatos. Pero entraron corriendo y fueron acribillados como gatitos indefensos, en el mismo sótano que nuestro oficial al mando no paraba de repetir. Y nadie se enfrentó a ninguna consecuencia.

Nos llevaron a los tres al hospital. Llamamos al cuartel general y pedimos el formulario que decía que habíamos resultado heridos en una misión, para poder optar a una indemnización. «No hay nadie aquí para ocuparse de eso ahora mismo», dijeron.

Fue la gota que colmó el vaso.

Yo digo: «Chicos, si no les importamos un carajo, que se las arreglen sin nosotros». ¿Para qué coño necesito esa mierda? Soy un maldito ser humano. Sólo quedábamos cinco en el pelotón, haciendo el trabajo de toda una puta compañía, llevando a cabo asaltos sin parar. Habíamos terminado con esa mierda.

Cuando le pregunto a Danylo si tiene miedo de ser procesado por deserción, me dice: «A la mierda. Prefiero cumplir condena a que me maten porque un idiota dio una orden de mierda». Evidentemente, después de experimentar el combate, la amenaza de una acusación penal le parece irrisoria.

Le pregunto por la reacción de su familia:

Mi madre está en la maldita Rusia. Hablamos por teléfono. Sabe que me ausenté sin permiso. Está preocupada, claro, pero es una vatnik [partidaria de la invasión], así que no nos metemos en esas cosas. Intenté hablar con ella al principio, pero se encogió de hombros y dijo: «No sigo la política». Ya sabes, lo típico de los rusos. Y sigue trabajando su turno en la fábrica de Uralvagonzavod, fabricando tanques.

La imagen se me queda grabada: una madre que se preocupa por su hijo mientras construye los tanques que le darán caza.

Más tarde, Danylo me pidió prestados 200 dólares. Me dijo que iba a volver al frente y que me lo devolvería con su primera paga de combate. Planeaba aprender a pilotar un quadrocóptero DJI Mavic 3 y enlazar con otra unidad. La vida en casa no estaba resultando:

Volví a casa por un tiempo, y se me metió en la cabeza que a nadie le importan los veteranos. Muestras tu identificación en el autobús, y el conductor te mira: «Cuidado, no rompas nada». Como si te odiara sólo por no soltar 15 hryvnias [0,36 dólares].

Mucha gente me decía: «Venga, deja de luchar, vuelve, te conseguiremos un trabajo». Ahora llevo cuatro meses atrapado en casa, sin hacer nada, llamando por ahí… y lo único que oigo es: «Sí, lo siento tío, ahora mismo no hay nada».

Le pregunto si se acuerda de cuando decía que todo el mundo debería ir a luchar. Dice que ahora entiende por qué la gente no lo hace.

En tres años, ¿ha habido siquiera un atisbo de desmovilización? Sigue luchando hasta que mueras. He tenido todo tipo de pensamientos… hay formas de salir a través de Transcarpatia. Pero aquí está la cosa: Conocí a una chica. La vi y pensé: «El que esté con ella tiene mucha suerte». Y esa misma noche, locamente, acabamos saliendo con amigos comunes. Estamos juntos desde entonces. Tiene cuatro hijos, pero nunca lo sabrías mirándola. Quiero darle un quinto. Pero no tengo dinero para alimentar a tantos. Lo único que sé hacer es ir a la guerra.

Le pregunto a Danylo si está cansado de todo esto, y me dice: «Bueno, quién más va a hacerlo, ¿no?».

Si hubiera dicho esto 18 meses antes, Danylo lo habría dicho en serio. Pero ahora, cuando habla, ambos lo sentimos: las palabras se caen al suelo en cuanto salen de su boca.

Deserción pública
Durante mucho tiempo, hablar mal de las Fuerzas Armadas de Ucrania estaba prohibido. Pero la gente se hartó del ejército y todo empezó a salir a la luz en los últimos meses. El primer gran escándalo fue el caso de la Brigada 155, donde un tercio de las tropas desertaron antes de disparar un solo tiro. La opinión pública descubrió que los oficiales están utilizando la «busificación» para crear brigadas falsas -una tras otra, sin equipo, sin oficiales, sin entrenamiento- y enviarlas directamente a Pokrovsk. En pocas palabras, los generales están enviando a miles de hombres a la tumba sólo para poder marcar alguna casilla.

Una fotografía ampliamente difundida que mostraba a un soldado de la Brigada 211 de Ucrania atado a una cruz de madera provocó una intensa reacción pública. Los informes confirmaron más tarde que el comandante del pelotón imponía multas de 5.000 jrivnia [120 dólares] por beber, y que los que no pagaban eran atados físicamente a una cruz como castigo. Mientras tanto, los documentos indicaban que los soldados estaban desplegados en el frente, pero en realidad estaban construyendo una casa para el padre del comandante de la brigada.

La gente se ha hartado de estas historias, y la opinión pública ha cambiado bruscamente en los últimos meses. Ha surgido una nueva tendencia: la deserción pública, en la que los voluntarios que se alistaron al principio de la guerra dicen abiertamente que abandonan sus unidades.

Por ejemplo, cuando un soldado voluntario llamado Mykyta Zoryanyi declaró su deserción, el anuncio obtuvo 10.000 reposts en un solo día. Esto es lo que escribió

“El sistema soviético me machacó, como a tantos otros que aún se esconden tras sus patrióticos vyshyvankas. Los afortunados murieron antes de darse cuenta. Un pequeño ejército soviético no puede vencer a un gran ejército soviético. Nuestro ejército tiene algo de enfermo, sobre todo gracias a esos coroneles y generales canosos que se pasean en Land Cruisers con matrícula VIP negra, follándose a las chicas nuevas del cuartel general, mientras los que no consiguen una invitación al jacuzzi son arrojados al frente, al barro y a la mierda. Mis oficiales al mando me amenazaron con darme una paliza, enviarme a una de esas unidades de picadoras de carne (ya sabes, las que no existen, jeje, sólo son operaciones psicológicas del enemigo, ¿no?) y meterme en la cárcel. En resumidas cuentas: me cansé de luchar contra esos imbéciles de nuestro propio bando. Lo admito: me agotaron. Una vez, me escapé de Vuhledar por un par de días y le compré a mi hija un oso de peluche. Le bautizó “papá”. Ahora puedo volver a ser papá.

VIIDrones

Subo al autobús medicalizado en un pueblo de las afueras de Pokrovsk y lo primero que veo son sus caras hinchadas y sus miradas vacías. Los heridos están dopados con analgésicos, pero en sus ojos se nota que siguen sufriendo. Lo más importante es que ahora están en otro lugar de sus cabezas, a kilómetros de distancia. Me siento junto a algunos soldados y les pregunto cómo resultaron heridos. Uno tras otro, cuentan la misma historia, cada uno descorriendo el telón de una pesadilla viviente.

Un hombre mayor, de unos 60 años, dice que trabaja en la construcción en la región de Rivne. Extiende sus manos congeladas y dice, casi como si aún no pudiera creerlo: «Ya no se doblan». Me cuenta por lo que ha pasado y empiezo a entender por qué los soldados heridos tienen esa mirada perdida a mil metros de distancia:

“Estábamos totalmente a la intemperie, sin refugios, sólo una red sobre nosotros. Nadie vino a sacarnos. Un grupo de chicos se largó. No teníamos comunicaciones, pero aguantamos hasta el final. Los cabrones intentaban rodearnos, bloquear la carretera… y nos asaltaban dos o tres veces al día. De 20 de nosotros, cinco no lo logramos. Y había toneladas de heridos. Había otros chicos con nosotros, pero desaparecieron, no sé adónde fueron. No tuvimos comida durante tres días. Luego nos dejaron caer algunas cosas desde aviones no tripulados: una lata de estofado para cuatro personas durante todo un día. Un joven se volvió loco e intentamos calmarlo. Ni siquiera se podía cavar, no había trincheras de verdad, sólo un pequeño lugar poco profundo para tumbarse. Por la noche, cuando todo se calmaba, salías a gatas para estirar las piernas.

Ese último día, empezaron a llegar los drones FPV. Apilábamos ramas, chocaban contra ellas y explotaban a pocos metros delante de nosotros. Me sangró la nariz durante dos o tres días, pero por fin dejó de sangrarme. Me dieron unas pastillas que sigo tomando. Nuestra radio había muerto, así que disparábamos a todo lo que se movía. ¿Algo crujía en la maleza? Podría haber sido un animal, pero le disparamos. Cuando llegó el equipo de asalto, encontraron a 12 cabrones muertos, así que no nos asustamos en vano. Nos dieron una palmadita en la espalda, un abrazo, agua y una chocolatina. Yo no quería ir a la unidad médica, supongo que todavía estaba bajo los efectos de la adrenalina. Sólo me dijeron: «Así no sirves». Luego se llevaron todos mis trofeos: mis pistolas, mis cuchillos, las radios. Nunca acepté ir, pero de alguna manera terminé en la unidad médica. Ni siquiera recuerdo cómo. Me dieron comida y la vomité inmediatamente. A la mañana siguiente, lo mismo. Pero poco a poco, empecé a acostumbrarme a comer de nuevo.

Estuvimos allí 22 días, pero quién sabe si lo registrarán. Dijeron que los cuadernos del cuartel general se quemaron, o quizá fue el ordenador. Estaba hecho un lío cuando me detuvieron. Reescribí el informe dos veces. Entonces, el comandante lo rompió. Pero al menos salí vivo. Mi hijo sigue luchando en Zaporozhie, y mi mujer está sola en casa. La llamo por teléfono, pero cuando rompe a llorar, tengo que colgar. [Me quedo con dos o tres mil [unos 60 dólares] de mi sueldo y le envío el resto a ella. Todo lo que necesito son cigarrillos, eso es todo. [Cuando estaba en el campo, no había nada, así que pensé que esos cabrones muertos tendrían algo. Revisé y encontré tres paquetes. Los encendimos, pero eran muy fuertes. Pensé: «¿Y si les habían echado algo? Eh, a la mierda.» Ahora sólo recuerdo las cosas a trozos. Cuando estoy a punto de decir algo, me quedo en blanco. Los chicos dicen: «Ya nos lo has dicho, tío». Yo sólo digo: «Oh, lo siento, chicos».

El hombre muestra claros signos de una conmoción cerebral grave. La mayoría de los soldados sentados a su alrededor en el autobús dicen que también tienen problemas de memoria.

Nueve de cada diez veces, los heridos deben sus lesiones a un ataque con drones, ya sea un dron kamikaze FPV, un «lanzamiento» aéreo (una granada, una mina o un artefacto incendiario) o un dron utilizado para guiar el fuego de mortero, entre otros. Los drones están ahora en todas partes, superando con creces a los hombres en el frente. Ya no es seguro salir a campo abierto, ni de día ni de noche. Los soldados tienen que permanecer ocultos en todo momento en trincheras o pozos camuflados cubiertos de ramas.

Mi compañero de autobús describe la situación:

“Siempre hay un puto dron colgado, el aire zumba sin parar. Llega uno y el siguiente lo sustituye, revoloteando durante horas. Y cada hora más o menos, como un reloj, cae un FPV, por si acaso. Se zambullen directamente en las troneras. Y si no te clavan, se estrellan contra la chatarra de fuera, no importa. Nos observaron todo el día, esperando a que saliera algún herido. Nosotros matamos a los suyos y ellos a los nuestros. Una de nuestras unidades de flanqueo tenía una casa, los FPV la destrozaron. No quedó nada, ni siquiera ruinas. No paraba de gritar a los chicos, pero nadie respondía en las comunicaciones…

En pocas palabras, los FPV barren zonas del frente, rotando dentro y fuera como un carrusel, permaneciendo en el aire hasta que el agotamiento de las baterías les obliga a regresar a la base. Los drones kamikaze se lanzan en picado contra los soldados que se asoman desde sus barracones, a veces colándose por los ojos de buey. Cada día, sólo hay periodos de 20 minutos de «tiempo gris» al anochecer y al amanecer, cuando las cámaras de los drones se confunden brevemente. Es entonces cuando se evacua a los heridos y la infantería intenta moverse”.

Durante casi dos siglos, las trincheras fueron la principal defensa de la infantería. Los proyectiles de artillería y mortero rara vez son precisos, y la metralla voladora causaba la mayoría de las bajas. Pero ahora los drones lanzan granadas con una precisión milimétrica, con lo que el antiguo sistema de trincheras ha quedado en gran medida obsoleto.

«Definitivamente, una trinchera no te salvará», dice mi amigo Taras, el médico de combate. Ya no es posible moverse por las trincheras, la gente vive bajo tierra. Se han acostumbrado y se han convertido en ratones. De hecho, los ratones te muerden todo el tiempo, y tú eres como el rey de los ratones, viviendo ahí abajo con ellos».

De vuelta en el autobús, uno de los soldados heridos dice que pasó 12 días en un refugio sin salir más de 30 minutos en todo ese tiempo:

Cuando las tropas vienen hacia ti, al menos las ves. Pero con esto, lo único que oyes son los sonidos, ni siquiera puedes levantar la cabeza para mirar. Los FPV zigzaguean tratando de localizarte. Y una vez que lo hacen, te persiguen pase lo que pase. En realidad, no puedes derribarlo con un rifle: van a 180 kilómetros por hora.

Un dron FPV es como un rayo robot: aparece de la nada a gran velocidad y explota cuando te alcanza. Los drones han alterado fundamentalmente la naturaleza de la guerra, despojando al soldado individual de la poca suerte que tenía antes. La guerra siempre ha consistido en matar, pero los soldados podían al menos esperar sobrevivir gracias a la suerte. Hoy en día, un avión no tripulado te encontrará, te rastreará y acabará contigo.

«Sales de la caseta para mear y ya hay un dron sobrevolándote, y luego otro se abalanza sobre ti», dice un hombre del autobús de evacuación médica. «Esos gilipollas tienen dos drones para cada uno de los nuestros: uno se limita a sobrevolar y observar, y el otro está cargado de »huevos» [explosivos]. Si tenemos a cuatro hombres moviéndose por el bosque, ellos tienen ocho drones siguiéndolos, esperando a que alguien se detenga. En el momento en que lo hacen, los drones se lanzan en picado. Y esas cosas ven incluso mejor de noche. No vuelan sólo cuando hay niebla. Tienen cámaras térmicas, por eso nadie calienta nada en los banquillos, ni siquiera de noche. Una vez, cuando los chicos me estaban vendando hacia medianoche, alguien puso la tetera a hervir té, y nos localizaron al instante y atacaron nuestro refugio con un FPV».

Los drones de reconocimiento, los drones de «lanzamiento» y los FPV trabajan juntos. El explorador encuentra el objetivo y luego guía el lanzamiento: un VFV u otra arma. Los drones han aumentado considerablemente la precisión del fuego de mortero. Los drones de reconocimiento ahora rastrean a los soldados en cualquier momento que entren o salgan de sus posiciones. Cualquiera que se detenga durante un minuto se convierte en objetivo de un dron, y los FPV son lo suficientemente rápidos y ágiles como para atraparte incluso en movimiento. En las redes sociales, tanto los canales rusos como los ucranianos están llenos de vídeos en los que se ríen de los soldados enemigos que se asustan cuando un FPV les persigue.

«Antes recorríamos 11 putos kilómetros para llegar a nuestra posición, pero ahora no puedes recorrer ni uno. Si sales, ya hay un dron sobre ti», dice mi compañero de autobús. «En cuanto oigas venir ese FPV, echas a correr, directamente hacia la maleza o el bosque que puedas. Empiezas a buscar algo con lo que pueda chocar, quizá alguna rama, pero no queda nada. Los árboles ya están destrozados. O te pierde de vista, o le disparas un par de veces, o se te echa encima. Pero bueno, cuando luchas por tu vida, el miedo te da alas».

En invierno, los árboles cercanos al frente no son más que delgadas hileras de troncos ennegrecidos, sin ramas y quemados, o, más a menudo, tocones destrozados. Y sin embargo, en primavera, es sorprendente verlos florecer de nuevo en un verde salvaje y desafiante.

«Si ves un zángano, te escondes. Pero la cuestión es que no sabes qué tipo de dron es. Podría llevar una granada o una carga termobárica», me dice otro soldado, refiriéndose a una bomba de vacío que mata creando una onda de presión masiva. Describe las sombrías probabilidades de supervivencia en el frente:

“Todos los drones funcionan de forma diferente. Si es termobárico, esconderse detrás de un árbol no ayudará. Sólo te matará. Si es una granada, sí, la metralla es enorme, pero puedes intentar esconderte. Cada vez que salimos, perdemos al menos cuatro o cinco hombres. Ocurre sobre todo cuando cambiamos de turno. Los rusos nos escuchan y saben cuándo nos vamos, y entonces empiezan a bombardear las líneas de árboles con drones. Salimos con unos cuantos hombres, un dron nos localiza y cuatro morteros impactan. Cuatro muertos en el acto. Un quinto herido logra arrastrarse hasta un viejo refugio, pero muere antes de que podamos encontrarlo”.

Taras me dijo que la presión desde arriba a menudo empeora una mala situación:

“Los rusos se mueven rápido y nuestros comandantes tienen órdenes de mantener la línea. Así que empiezan a precipitarse y a poner a sus hombres en peligro. Los superiores se apoyan en nuestro comandante, y él acaba presionando demasiado a los chicos. Por ejemplo, en vez de salir durante el crepúsculo, cuando los drones no pueden ver, nos obligan a movernos de noche, cuando los térmicos te localizan fácilmente. Siguieron enviando grupo tras grupo de esa manera, y toda nuestra compañía fue destrozada.

Cuando me hirieron, éramos unos 40 hombres. Nunca tuvimos una compañía completa, sólo al principio. Después de nuestra primera misión, un tercio de los hombres se largó, y algunos ni siquiera esperaron. Empezamos con media compañía, luego con un cuarto y ahora nos quedan unos 10 hombres. Mientras me recuperaba, ni uno solo de los chicos con los que había luchado lo consiguió”.

Todos los soldados dicen lo mismo: hay una escasez catastrófica de hombres en el frente. La mayoría de las unidades operan con sólo el 20% de sus efectivos, lo que significa que los soldados permanecen en las trincheras durante semanas o incluso meses sin que nadie les releve. Un hombre en el autobús me cuenta cómo le afectó la crisis de personal:

“Nos desplegaron para lo que se suponía que iba a ser una misión de tres días. Nuestro sargento nos dice: «Coged munición y tabaco para cinco días, por si acaso. Un Babka Yozhka [avión militar no tripulado pesado] nos lanzará comida y agua». No salimos hasta el día 12, no quedaba nadie. Después de 12 días sin rotación, ya no eres humano. Esto no tiene fin: llegas aquí y se acabó. La única forma de salir es en una camilla o en una bolsa para cadáveres….”

«O te vas sin permiso», dice el tipo sentado a su lado. «No hacen más que alimentar con nosotros a la picadora de carne mientras esos cabrones siguen avanzando, tomando cinco nuevas ciudades al día».

Los soldados ucranianos irradian ahora pesimismo. Las tropas agotadas condenaban antes a quienes se negaban a unirse a ellos en el frente, pero un sentimiento de resignación ha sustituido a esa furia y desprecio. Después de todo, ¿quién se presentaría voluntario para esto? Incluso el hecho de ausentarse sin permiso recibe ahora un gesto de comprensión.

Una de las peores tragedias a estas alturas de la guerra es lo difícil que se ha vuelto evacuar a los heridos. Los aviones teledirigidos están ahora en el punto de mira de todas las evacuaciones médicas, lo que significa que los únicos momentos seguros para desplazarse son el crepúsculo o la niebla densa. A menudo, los heridos permanecen en el frente entre tres y cinco días, sufriendo y muriendo. La supervivencia depende casi por completo de la rapidez con que se les pueda llevar a un hospital. Apuntar a los vehículos de evacuación médica es un crimen de guerra, pero a los operadores de drones no parece quitarles el sueño.

«Estuvo allí tumbado en agonía durante cinco días, el pobre. No podíamos salir», dice el herido sobre un compañero. «Al final, lo saqué yo mismo. Tuve que obligarle a comer. También le habían dado en las tripas: tenía el estómago hinchado y 20 trozos de metralla. Más tarde, de alguna manera, cojeó los 700 metros hasta la evacuación por su cuenta. Tuvo que salir porque su sangre ya estaba séptica».

«Quedamos unos veinte de todo el batallón», dice otro soldado. «La mayoría de los que murieron sólo estaban heridos y no los sacaron a tiempo. Los blindados sólo pueden entrar durante el crepúsculo, cuando los drones conmutan sus cámaras. Pero hay algunos locos que llegan y hacen extracciones en pleno día».

«Nuestra brigada tenía un conductor», me dice un médico. «Se dirigía por el bosque a una posición cuando empezó el bombardeo. Entonces, paró el coche y se metió debajo. No contestaba a la radio. Los nuestros le estaban esperando, así que envían un grupo de búsqueda y le encuentran debajo del vehículo. Tratan de sacarlo, pero no se va. Está acurrucado como un gato asustado, apartándolos, totalmente fuera de sí, no tiene ni idea de lo que está pasando».

«Consiguieron evacuarme al tercer intento», continúa el médico. «Apenas habíamos empezado a movernos cuando empezaron a bombardearnos. [Los rusos] están escuchando nuestras comunicaciones, tienen todas las cuadrículas bloqueadas. Tuvimos suerte de que fuéramos tres heridos; [el equipo médico] no habría venido sólo por uno o dos».

Empiezo a hablar con una paramédico y me cuenta por qué muchos soldados heridos están tan demacrados:

Estaba transportando a un chico muy delgado, y me dice: «No voy a comer nada hasta que esté en el hospital». Estuvimos casi un mes sin comida ni agua, sólo para no tener que salir a usar el bidón».

Los drones están aniquilando metódicamente a la gente, y la infantería está siendo triturada, como un lápiz sostenido demasiado tiempo en un sacapuntas. La imagen completa empieza a tomar forma en mi cabeza. Ahora entiendo lo que significan realmente esas patrullas de alistamiento del ejército y por qué la gente está tan asustada por ser «busificada». Lo que me contaron los soldados no sale en la tele, pero de alguna manera, la gente lo sabe.

VIIIA la caza de los bastardos

«¡Claro que sí, Kostya!», casi grita un joven operador de drones llamado Vitalik mientras Kostya y yo le llevamos a vigilar un foso vacío. «En el ejército, la gente se divide en tres grupos. En primer lugar, están los que han venido a matar, porque aquí no se meten en problemas por ello. El segundo grupo lo hace por dinero. El tercero persigue el rango. ¿Y los que realmente vinieron a defender el país? Al cabo de un mes, se irían a casa sin pensárselo dos veces, si pudieran. Que griten que siguen siendo «verdaderos creyentes» y me rompan los dientes por decirlo, pero ya no me trago esa mierda. O se trata de supervivencia, para los que están atrapados en el frente y han dejado de creer que esto acabará algún día, o es una aguja de la que no pueden tirar. Hay equipos de FPV muy motivados que trabajan sin parar. Pero cuando realmente hablas con ellos, te das cuenta de que simplemente les gusta matar. A nosotros también nos gustaba. Pero entonces empiezas a replantearte toda la mierda que estás haciendo… y te das cuenta de que también hay gente de verdad al otro lado. De todo tipo».

«Mi chico», le dice Kostya a Vitalik, su voz suave, como la de un profesor paciente, «estoy completamente en desacuerdo. No puedes decir que los tipos del otro lado son personas. Porque si lo son, ¿cómo puedes seguir haciendo esto? Quiero decir, claro, sí, técnicamente lo son… pero aún así».

«Vi a uno de esos bastardos dando los primeros auxilios a uno de nuestros heridos», Vitalik dispara de nuevo. «¿Le pegarías con un FPV? Adelante, pulsa el botón. No es un puto humano, ¿verdad?»

«¿Por qué me gritas?», dice Kostya.

Vitalik le dice por qué:

“A la gente le gusta matar. Durante semanas, dormíamos dos o tres horas por noche, ¡y nos parecía bien! Le coges el gusto, te subes a ese subidón y no te vas. Es una droga. Necesitas tu dosis. Llegas a tu posición, das en el blanco y vuelves, después de haber cazado algo: es como si acabaras de salir de caza.

Al principio, solo era «esos cabrones, esos cabrones», los odiábamos. Quería vengarme de todo lo que esos cabrones habían hecho. Acabar con ellos, sin piedad – y oye, la bonificación económica tampoco hacía daño. Hay gente a la que de verdad le gusta esto: no paran de ver los vídeos en los que la gente vuela en pedazos. Todo es: «¡Guau, impresionante!» Y honestamente, lo entiendo. Nosotros solíamos ser iguales. «Es sólo mi trabajo, ¿cuál es el problema?» Y muy pronto, empiezas a sentir lo mismo. Se ha demostrado. Lo estás viendo como si fuera una película, un juego – no hay presión, no hay miedo. Pero eso no dura para siempre, y aún tendrás que vivir con ello.

No hablamos mucho de ello. Pero una vez que estás de permiso, empiezas a repasar toda esa mierda, a volver a ver las imágenes. No las cosas que publican en línea, sino nuestros propios videos. Nunca ves el día a día de esos cabrones online, eso no llega a Internet. Se las apañan como nosotros. Y hay que acabar con ellos, porque si no, vendrán aquí y vivirán la misma vida, pero en nuestro territorio. Cuando llegas, observas sus reacciones y la mayoría de las veces es puro shock. Se quedan paralizados. Pero a veces, nos topábamos con tipos de las fuerzas especiales que sabían exactamente qué hacer.

«¿Viste a uno de esos bastardos dando primeros auxilios a nuestro hombre?» Kostya pregunta.

«Sí», explica Vitalik. «Cuando rotan nuevas unidades, los nuevos de ambos bandos no se lanzan directamente a luchar. Se observan unos a otros durante un rato. Luego empieza el verdadero espectáculo de mierda. Recuerdo que atacamos una casa -era uno de sus puestos de mando- y tenían a algunos de nuestros heridos allí, capturados. Pero siguieron adelante y la atacaron con artillería de todos modos. No tenemos idea de cómo lo ven los jefes. Pero aquí fuera, uno se acostumbra y deja de darle vueltas».

Al escuchar a Vitalik, quiero hablar con otro operador de drones, alguien que haya pasado tiempo tras los mandos de estas máquinas de matar. En el hospital, me siento con un soldado mayor que sufrió una conmoción cerebral durante un ataque a su refugio:

“La noche es el mejor momento para trabajar: usa la térmica para detectar un generador, una terminal Starlink o cualquier fuente de calor. Los pillas saliendo de las trincheras cuando no se lo esperan. Un buen piloto puede incluso atravesar la niebla. Puede que consigas 10 bajas en una buena noche, a veces más.

Tienes que preparar el dron para el despegue y asegurarte de que despega y vuela bien. Pero te dan chatarra, mierda sin terminar y con fallos. Así que lo arreglas tú mismo. Lo recableas, ajustas los canales y el relé para que vuele sin problemas. Entonces vuelas 13-14 klicks [casi 12 kilómetros] más allá de la línea – sabes que hay un camino por ahí, y siempre hay alguien alrededor. Encontrarás algo. Pero si hay niebla y no ves a nadie, y el tiempo de vuelo estacionario de tu dron se está agotando, tienes que dar con algo, o el dron se habrá desperdiciado”.

Al escuchar al soldado, empiezo a entender por qué los equipos de drones a menudo acaban impactando contra coches civiles, casas o incluso personas: son esos últimos minutos de vuelo, y el equipo no quiere desperdiciar el dron. Le pregunto si su equipo también caza infantería.

«Por supuesto», responde. «Ayer perseguía a dos tipos y lancé una bomba de tres kilos sobre uno de ellos. Lo hice pedazos, no me sorprende. Y cuando envían a nuestra infantería a la picadora de carne, sus drones nos hacen lo mismo».

Le pregunto si lo ve todo de cerca. «Lo ves todo hasta el último segundo», me dice. «Justo antes de chocar contra él». Cuando le pregunto cómo vive con ello, de repente se pone en guardia y me mira a los ojos. He cruzado una línea. «Se siente muy bien», responde. «Sólo un dron, y ya sabes que la carne está en el asador: no va a ir a ninguna parte».

Cuando le cuento todo esto a mi amigo Borya, me dice: «Es como las armas químicas. Estas cosas [los drones] deberían estar prohibidas».

IXBienvenido a “Milán”

Tengo miedo de irme. En el tren, sueño que hay un dron en mi apartamento. Está sentado en la cocina como una araña, listo para atacar. Salgo corriendo a la escalera y doy un portazo, pero estoy aterrorizado porque mi perro y, por alguna razón, una lagartija siguen dentro. Me preocupa que activen el dron, pero no hay ninguna explosión.

Kramatorsk causa una impresión inusualmente sombría. Hace un año y medio, era una ciudad industrial maltrecha pero en funcionamiento, donde aún caminaban por las calles personas mayores desorientadas. Borya incluso me había enseñado a ver cierta belleza en su arquitectura modernista desgastada. Hoy, la ciudad parece muerta. Apenas queda nadie. Por la noche, sólo hay cuatro ventanas iluminadas en todo un edificio de apartamentos, y tres de ellas pertenecen a soldados.

La ciudad no está siendo bombardeada intensamente, pero tres años de ataques casi diarios han pasado factura: el número de edificios dañados es tan abrumador que la ciudad parece enferma, como infectada por algo lento e incurable. Todos los coches están pintados de color caqui. La mayoría de la gente que ves lleva uniforme, y hay algo en ellos que parece extraño, incluso peligroso. El ambiente es sombrío y distante.

Me encuentro con otro amigo, Hrysha. Se alistó hace seis meses, pensando que era mejor que esperar a que lo arrastrara el CTR. Consiguió un trabajo como jefe de prensa en un batallón que conocía y ahora se pasa el día editando grabaciones de drones y cámaras corporales para las redes sociales de la brigada. Nos sentamos en un café y dice que le va bien. Su novia le ha visitado recientemente.

Hrysha repasa los vídeos de su teléfono: un clip tras otro de las llamadas «caídas». Una granada cae desde arriba sobre unos «cabrones» que se mueven entre los árboles. Hay una pequeña explosión; un soldado se desploma, se acurruca en el suelo y muere. Hrysha pasa a otro vídeo: un perro roe un esqueleto. Ya no tiene brazos. El cráneo cuelga.

«Ya me he acostumbrado», dice rotundamente. «Ya no me preocupa».

Me doy cuenta de que está totalmente agotado, como si estuviera funcionando en modo de ahorro de energía.

Mientras estaba en Kramatorsk, le pregunto a otro amigo por un tipo llamado Max, que nos había presentado en mi último viaje. Max era médico de combate, pero por alguna razón decidió cambiar de trabajo y unirse a una unidad de asalto. En aquel momento, Max dijo que solo quería que las cosas fueran justas. Pero la verdad es que lo que hacen los médicos de combate ya es una pesadilla. Casi la mitad de las evacuaciones son alcanzadas por drones. Me han dicho que, en términos de riesgo, las unidades de infantería y asalto están en el nivel más alto: diez. Los médicos de combate están ligeramente por debajo, en torno a ocho. Las unidades de mortero, los ingenieros, los operadores de drones y la artillería, más cerca de tres. Sin embargo, Max decidió unirse a las tropas de asalto.

«La gente tiene esa idea todo el tiempo», dice un amigo común. «“Quiero que las cosas sean justas, así que voy a ir directamente a lo peor”. Ese es el peor momento para ir. Le dije que dejara esa mierda, sólo por un tiempo. Hay que bajarse del carro y recuperar el aliento. Pero él estaba como, ‘No, no, quiero esto, eso es definitivo.’ Y pude ver que estaba decidido.»

«¿Y qué pasó con él?» Le pregunto.

«Murió enseguida. Dos semanas después».

Por la mañana, me dirijo al hospital para hablar con más soldados heridos. Una hora antes, un misil Iskander había impactado de lleno en el parterre de flores de la plaza principal de la ciudad, una diana perfecta. Los vecinos de los edificios cercanos de la época de Stalin barren los fragmentos de cristal. Me acerco a una anciana pulcramente vestida con un chal de plumas y le pregunto cómo llegar. Está sentada sola en un banco, con la mirada fija en algo lejano, como si viera otra ciudad, aquella en la que solía vivir.

El hospital es un viejo y lúgubre edificio de antes de la revolución, escondido tras una verja de hierro fundido. Las ventanas están tapiadas con contrachapado y todo el lugar apesta a muerte. Una oleada de náuseas me golpea, junto con una visceral sensación de horror, y de repente, con total claridad, comprendo lo que es realmente la guerra. Se trata de torturar y matar gente. La guerra es algo fundamentalmente podrido.

Llegamos a Lyman con un equipo de un batallón médico voluntario. La ciudad está medio destruida y totalmente desierta, como el decorado de una película de Hollywood. No hay un alma a la vista. En Kramatorsk, te persigue la sensación de que la ciudad que te rodea se está muriendo. Pero aquí, esa sensación desaparece: este lugar ya está muerto. Sólo quedan huesos. De repente, en el hueco entre dos bloques de apartamentos oscuros, veo a un hombre paseando a su perro. Es una imagen surrealista.

«Bienvenidos a nuestra pequeña Milán», dice el comandante de la unidad. El apodo italiano ayuda a quitarle hierro al asunto. Lyman ha cambiado de manos dos veces durante la guerra, y eso se nota. Hace dos años, cuando el ejército ucraniano expulsó a los rusos, todavía vivía aquí mucha gente. En aquel momento, un lugareño resumió el estado de ánimo de la ciudad en una conversación con mi amigo: «Preferiríamos que nadie volviera a “liberarnos”». Pero ahora el frente está de vuelta, a sólo 10 kilómetros de distancia.

Hablo con dos mujeres -una médica y una enfermera- que acaban de regresar de un puesto médico sobre el terreno.

«Antes pensaba: ¿qué puedo hacer?», dice la enfermera. «Pero en el frente ves cuántos milagros puede hacer una sola persona. Y empiezas a creer de nuevo en ti misma. Hoy hemos tenido un paciente que ha llegado con las cuatro extremidades amputadas. Había perdido mucha sangre. Su corazón ya se había detenido. Entramos, y lo estaban reanimando – su cara estaba completamente gris. Yo pensaba: «Quizá consigan que su corazón vuelva a latir, pero no hay forma de que lleguemos al hospital a tiempo». Pero lo hizo – en condición estable. Ahora tiene una inyección ….»

Querido Dios, pienso, qué milagros nos obligas a presenciar aquí. Dos veces, mientras hablo con las mujeres, la zona queda bajo el fuego de cohetes Grad, y corremos hacia el banquillo, riendo nerviosamente.

Como «Milán» vuelve a estar al alcance del fuego de artillería, los médicos pasan la noche en un pequeño pueblo a las afueras de la ciudad. Durante el trayecto, el médico abre todas las ventanillas para escuchar si hay zánganos, y lo hace durante todo el trayecto. Cuando llegamos, las enfermeras ya están haciendo tortitas, friendo algo para nosotros. La tranquila domesticidad del lugar, en medio de una guerra, es extrañamente hipnótica.

«¿Quieres ir a por vodka?», pregunta el conductor, Hennadiy.

Estoy confuso. El licor está prohibido aquí. Pero Hennadiy sacude la cabeza y dice: «Vamos, será una buena lección de reportaje de campo». En la tienda, me dice que suba y pida al dependiente una «bolsa negra». Lo hago -susurrándolo- y el dependiente me dice: «Bueno, ya sabe, los precios de estos días….». «Lo sabe», interrumpe Hennadiy. Luego, dirigiéndose a mí: «Vamos, Shura, ¿a qué viene esa cara de agente secreto? Dilo normal: “bolsa negra”. Tranquilo».

El empleado saca una bolsa. Cuando la cojo, la golpeo sin querer contra el mostrador, todas las botellas tintinean y todo el mundo en la cola se vuelve para mirar. «Shura, tío… ¿delante de toda la cola?». Dice Hennadiy. «Tienes que ser suave. Estás al mando, ¿recuerdas?»

En el viaje de vuelta, se queja de cómo el ejército ha absorbido a todos los batallones de voluntarios y los ha reducido a unidades estándar de las Fuerzas Armadas: «Lo que tenemos ahora no es más que una imitación barata: antes éramos cinco veces más grandes. Sería como ponerte en plantilla en uno de esos viejos periódicos soviéticos: tu trabajo perdería su filo, se apagaría la chispa. El ejército es igual. Pero da igual, ya no importa. Somos como boxeadores en el duodécimo asalto: bam… bam….». Hennadiy se balancea, golpeando el aire con golpes débiles. Luego se detiene. «Estamos esperando a que alguien anuncie el combate».

Esa noche, durante la cena, le pregunto a Kyrylo, un joven paramédico de Poltava, cómo lleva la guerra. Me dice que el voluntariado es más duro ahora: «Los tiempos han cambiado. En el trabajo casi no me dejan venir, tuve que pedir un permiso sin sueldo. Me dijeron: “Si te pasa algo, nosotros corremos con los gastos”».

«Sólo pequeñas charlas», dice Kyrylo cuando le pregunto si habla mucho con los soldados heridos. «Ya sabes: ¿Quién eres? ¿A qué te dedicas? Eso ayuda al paciente a relajarse. Si es pescador, genial, hablemos de aparejos de pesca». La ketamina induce alucinaciones, y que sean buenas o malas depende de mí hasta cierto punto. Antes de administrársela, siempre intento que hable: «¿Cómo van las cosas en casa?». Y si eso sólo le entristece, cambio de tema y empiezo a hablarle del mar o de las montañas. Eso siempre parece funcionar».

Pero Kyrylo se corrige inmediatamente, recordando que no siempre funciona: «Una vez, tuvimos que recoger a un tipo con una fuerte conmoción cerebral. También había un cadáver: resultó ser su hermano. Se derrumbó por completo. Era un tipo enorme, como un tanque. Lo llenamos de medicinas, pero no paraba de sollozar. Y te das cuenta de que no puedes hacer nada para ayudarle».

Le pregunto a Kyrylo si alguna vez ha pasado miedo sobre el terreno. No tiene miedo de ponerse filosófico cuando responde:

“Aquí fuera, todo es aleatorio. Una vez salí del banquillo para mear, pensando en meterme entre los arbustos, pero luego cambié de idea y me quedé junto a un árbol. Lo siguiente que sé, es que algo se estrella contra los arbustos justo donde me había dirigido. Y no sé – de repente vi el mundo como un gran grupo de energía. Y cada persona es como su propio pequeño grupo. Tú existes por un tiempo en esa gran mezcla, y cuánto tiempo o cuán fuerte depende de un montón de cosas. Y por un momento sentí que formaba parte de algo más grande y que el tiempo que esté aquí no importa realmente».

Entonces Kyrylo se da cuenta de mi expresión y se ríe: «¡No es como si estuviera aquí fuera agitando una linterna hacia el cielo!». Una baliza así sería trabajo fácil para los drones.

XEl tren

En diciembre de 2024, decir públicamente que la guerra debía terminar seguía considerándose una especie de traición. Pero en privado, mucha gente ya decía: «Que se atraganten con su maldito Donbás, que esto se acabe». Por supuesto, pocos podían decirlo en voz alta. Pero en febrero, fui testigo de esto: en un coche cama de tercera clase, un joven soldado de asalto de hombros anchos y un soldado mayor que trabaja con minas y bombas se sientan en la litera inferior. Frente a ellos, una mujer.

«¡Basta ya!», dice la mujer, levantando la voz. «Vosotros lo tenéis fácil, os pagan por luchar».

«¿Fácil?» Sasha, el hombre mayor, repite incrédulo. «¡Mi hijo ha crecido sin mí!».

Me siento con ellos, sorprendido, y me sirven un poco de vodka. Aunque oficialmente está prohibido, beber y fumar en los trenes se ha legalizado. Todos los vagones están repletos de soldados que vuelven del frente, y los revisores han dejado de intentar reprimir estas pequeñas comodidades. Ahora se puede comprar horilka o cerveza en casi todos los trenes.

«Es la primera vez en nueve meses que vuelvo a casa», dice Vladyslav, el joven soldado de asalto. «También tengo mujer y un hijo. ¿Crees que esta es la vida con la que soñaba? Sí, claro, todos somos millonarios y nos lo estamos ganando todo ahí fuera: ….».

«Ah, claro, tú sólo haces lo que te dicen, eso es todo», se burla la mujer.

«¡Estamos haciendo nuestro trabajo! No nos fugamos, no desertamos. ¡Estamos ahí fuera defendiendo el país! Tal vez pensar en algo más que el dinero por una vez … «

«¿Y por qué lucháis exactamente?», pregunta ella.

«Luchamos por nuestros padres, por mi hija».

«¿Y están realmente en peligro ahora mismo? Sólo ves lo que tienes delante de las narices. Intenta dar un paso atrás y ver el panorama completo. Deberías preguntarte: ¿por qué no te dejan salir?». La mujer quiere decir algo más, pero las palabras se le atascan en la garganta.

«¿Qué hay que mirar? Te das cuenta de que si nos hubiéramos largado, ahora mismo ni siquiera estarías en este tren. Estamos luchando por Ucrania».

«¿Y qué significa eso para ti – “Ucrania”?»

«Veo que no eres patriota; ni siquiera eres ucraniana. ¿Quiénes son tus padres? ¿De dónde eres?

«Soy de Shepetivka [ciudad de la región ucraniana de Jmelnytskyi]. Me convertisteis en el enemigo enseguida: no escuchasteis ni una palabra de lo que dije».

«Si no fuera por nosotros, ellos [los rusos] ya estarían en Shepetivka».

Curiosamente, a pesar de lo acalorada que se ha vuelto la conversación, todos siguen siendo amables.

«Dime, ¿tienes un vecino en casa?», pregunta la mujer.

«Sí, ¿y qué? Es un borracho. Una noche llegó a casa borracho y empezó con su mujer, así que me acerqué y le pegué».

«Siempre tendremos vecinos», explica. «El truco está en averiguar cómo vivir con ellos en paz».

«Nunca viviremos codo con codo con los malditos rusos. Son escoria. Son animales. Has visto lo que hacen, ¿verdad? Los vídeos: nuestros hombres de rodillas en la nieve, desnudos hasta la ropa interior en el frío glacial, y les disparan en la nuca. Lo has visto, ¿verdad? Que mueran todos, jóvenes y viejos, todos y cada uno. Vierte hormigón sobre todo ese agujero de mierda y deja que se pudran».

«Esa es tu ira hablando. Si soy un ser humano, tengo que tratar a todas las personas por igual.»

«¡Los rusos no son personas! Los rusos y esos malditos buriatos».

«¿Y qué pasa en Donetsk? ¿Cuentan como personas?»

«¿A quién coño le importa?» Un soldado de infantería delgado, alto y visiblemente borracho se inclina de repente desde la litera de arriba. «¡Mi amigo murió ahí fuera! Estáis en nuestro país. ¡Dejadnos en paz! Esto es nuestro, ¡fuera de aquí! Os odio a todos».

«¿Quiénes somos “nosotros”?», pregunta la mujer, un poco sobresaltada.

«Los rusos, joder…», responde incoherentemente el soldado.

«Estáis en un lugar público, ¡basta ya!», le espeta otra mujer desde una litera lateral.

«Vadyk, me estás poniendo de los putos nervios», dice el soldado de asalto, tranquilo pero firme. «Te lo he pedido amablemente: túmbate. No soporto a los soldados borrachos».

«Probablemente lleva una herida en el alma», dice la primera mujer con suavidad. «Todos estamos un poco rotos. Pero no estamos viviendo nuestras propias vidas, estamos atrapados limpiando el desastre de otra persona. Y lo peor es que siguen muriendo soldados».

«La peor parte será cuando renunciemos a esos territorios y nuestros chicos hayan muerto por nada», murmura la mujer desde la litera lateral.

«¿De verdad crees que nuestro ejército va a recuperarlos?», replica la primera mujer. «Tenemos que parar. ¿Qué sentido tiene alargarlo?».

«Sólo empeorará», asiente de repente el soldado de asalto. «Porque ahora todos los que intentan reclutar salen corriendo y dicen: ‘¿Qué soy?, ¿un idiota? Que luchen los hijos de los políticos’».

«¿Y tú los juzgas?»

«¡Por supuesto! No soy hijo de político».

«Entonces, ¿por qué seguir luchando?»

«¿Qué? ¿Deberíamos rendirnos?»

«Esto tiene que terminar.»

«Bueno, eso no depende de nosotros.»

«¿Entonces de quién depende?»

«Muy bien, sólo di lo que realmente quieres decir.»

«Lo que quiero decir, Vladyslav, es que eres muy duro», dice con una sonrisa. El soldado de asalto parpadea, inseguro de si es un cumplido o un insulto.

Sólo un par de meses antes, nadie se habría atrevido a decir esas cosas en voz alta. Pero ahora, la gente que cree que la guerra debería terminar inmediatamente está empezando a decirlo abiertamente. Mientras camino por el vagón, oigo que en otro compartimento también hablan de que la paz podría estar cerca.

De vuelta al punto de partida, Vadyk baja de su litera superior y se sienta frente a mí.

«¿Cuál es tu origen étnico?», me pregunta.

«Judío», le digo.

«¿En serio? Entonces mira lo que tu gente ha hecho con este país: venderlo todo».

Se inclina, borracho, apretando su frente contra la mía.

«Mi mujer me dejó. A los tres meses, ¿te lo puedes creer?».

«¿Por qué? Le pregunto.

«Simplemente lo dejó por alguien que estaba más cerca».

Recuerdo lo que dijo la mujer antes en el trayecto: «Probablemente lleva una herida en el alma». No se equivocaba.

XI)El electricista

Decido visitar a uno de los soldados heridos que conocí antes en el autobús medicalizado. En cuanto entro en la habitación, se ilumina, como si me hubiera estado esperando.

«¡Necesito ayuda! No aguanto más», dice visiblemente angustiado. «Tengo la tensión alta constantemente desde las conmociones cerebrales. Le dije [señala con la cabeza a un soldado en la cama de al lado]: ‘Déjame en la carretera, hasta el final. Ya no puedo más’. Hay tanta injusticia en este ejército, te tratan como a un trozo de carne. Nos golpearon duramente, un ataque tras otro, y corrimos por nuestras vidas, y ellos gritaban por la radio: ‘¡Volved a vuestra posición! Pero había desaparecido. Completamente arrasado. ¿Adónde demonios se suponía que íbamos a volver?».

Ahora está temblando.

«No te tratan como a un soldado… Estos “compradores” vienen y te dicen: “Chicos, os dirigís al frente, pero lo más probable es que no volváis”. ¿Por qué demonios empezar con eso? Mi padre también estaba allí, nos reclutaron juntos. Y había un joven de mi pueblo. Llegamos allí, hicimos fuego real durante un par de días, y luego nos enviaron directamente al combate. Y zas, una bala en la cabeza, justo delante de mí».

Y continúa: «Cuando vas a pedir ayuda, a decirles que no estás bien y a pedir medicamentos de verdad, te dicen que lo harán más tarde, y más tarde te dicen: ‘¿Para qué necesitas eso? Estás vivo. Aún tienes brazos y piernas’. Me pasé todo el permiso en el hospital: hernias, discos abultados, dos tipos de tumores. Nadie miró mi historial. Cuando estaba sano, iba de buena gana. No digo que no vaya a servir. Ayudaré como pueda. Antes era electricista y me encantaba. Siempre me ha gustado ayudar. Pero ya no estoy hecho para la infantería. Estoy todo tembloroso ahora, ¿ves?»

«Tengo dos hijos: uno de doce años y otra de cuatro». Le tiemblan las manos, saca una cartera del bolsillo y me enseña sus fotos. «Las llevo siempre conmigo, son como mi amuleto de la suerte. Sólo quiero volver a verlas. Si nos dijeran hasta cuándo -aunque nos dijeran, vale, 18 meses más de contrato-, seguiría sirviendo, aunque estuviera así de enfermo. Lo entiendo, es la guerra. ¿Pero cómo es que nadie recluta a todos estos tipos que siguen de fiesta en clubes nocturnos? Hemos perdido tantos hombres… tantos, maldita sea. Sólo quiero volver a casa, eso es todo», rompe a llorar el soldado en el borde de su cama.

«Por favor, no uses mi nombre, ¿vale? No quiero problemas. Si no, me meterán en un agujero de mierda aún peor».

Relato de Shura Burtin, desde Ucrania

Ilustraciones Otto Dix (1891-1969). Cortesía de «Dirección única.

Publicado en : https://meduza.io/en/feature/2025/03/27/please-don-t-use-my-name

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