Y nuevamente el tren de los sueños sigue su marcha, apenas decelera cuando pasa por el apeadero donde esperan los indignados, los desahuciados no se detiene ya que el tropel de gente que hay en el andén es demasiado importante, además pide justa reparación.
Los desesperados pancarta en mano, cargados de desilusiones e impotencia se aproximan a los vagones, al entender que el tren no va a parar, saltan a la vía, apresuran el paso y le siguen en pelotón, como una comitiva de sufrimiento extremo, como una procesión de hambre y desalojados.
Se escuchan los diferentes silencios: crispados, amargos, sordos, apenados, rotos,… que salen de sus corazones, de sus ojos y hasta de sus almas hipotecadas y necesitadas de pan.
El dolor en forma de futuro capado, de hijos frustrados y de iniquidad se patentiza en esos rostros a cada momento.
Los ceños fruncidos de los manifestantes dejan traslucir el sudor cotidiano, el abismo del desconcierto y la amargura, de la desesperanza y la inconcreción…
No hay lágrimas, solo penas y frustraciones convexas junto a un campo estéril que cosecha una nada infinita.
La sombra de la re-involución transita despiadada entre los crispados.
Los más viejos ven el porvenir y la herencia quemada en la hoguera del despropósito, sazonado con chispas de sinrazón.
El tren transcurre lentamente, las ruedas chirrían en las curvas, la masa convertida en seres humanos agredidos le sigue con firmeza y diligencia.
Las madres ofrecen sus pechos yermos de felicidad a los hijos sedientos de justicia. Los padres juegan con la vergüenza y la impotencia, los viejos llenan sus arrugas de desilusión y pesar, de humillación y esfuerzo sin recompensa.
La máquina inicia una pesada cuesta arriba, mientras la lascivia mercantilista enmohece el banco de la abundancia que despega fustigando a todo el súbdito que, indefenso, ha querido armonizar su vida con esquemas de lógica y equidad. Las canas de los mayores se enrancian por el deber llevado a cabo y el pacto no cumplido de los que piensan y ejecutan.
La masa crítica y endeudada, dulcemente agobiada, se apresura por mantener el paso del tren. No hay más gritos que el silencio que estrangula, no hay más lamentos que la congoja que la de quienes pudieron hacer y no vieron o no quisieron ver el camino. De los que pudiendo hacer nos ofrecen más de lo mismo a los que ya no quieren nada de lo mismo.
El tren sigue su marcha lenta, mientras la niebla se une a la desesperación que arracimada en forma de imperativa humanidad le sigue con aflicción y desesperanza.
La noche se hace más oscura y más larga, las estrellas, por pudor, hace tiempo que dejaron de brillar, solo la luna menguada ofrece luz a los caminantes que buscan justo el lugar donde poder pedir cuentas a los cuentos.
No hay posibilidad, los cuentos siguen alardeando sus consignas de futuro perfecto según los dictados de los que nos quitan el aire.
Cuando alguien cambia el paso y predica otro razonamiento, la vorágine se le echa encima y le aplasta los lomos, le aprisiona contra la deuda y le ningunea.
Lo relativo se hace absoluto, la máquina ha terminado de subir la cuesta, ahora baja con rapidez, la masa crítica está cansada y permite que el tren se aleje sin poder subirse a él y alcanzar la máquina, sin poder llegar a ejercer la fuerza necesaria a la rueda transmisora.
El humo de la locomotora ensombrece el alba mientras se aleja con premura para no enseñar sus modos.