Abadia

A la hora prima se oyeron mis primeros balbuceos. Aconteció el 4 de febrero efemérides
de San Petronio, patrón de Bolonia, por lo que las campanas de la catedral repicaron
hasta el mediodía. Me llamaron Primo Petronio, a propuesta del abad. Pero mi madre
que era una napolitana rozagante y morena me llamaba Genaro, patrón de Nápoles, al
que le tenía un gran fervor. Cuidaba los limoneros y las plantas aromáticas del huerto de
la Abadía, con el mismo esmero que lavaba las prendas del abad. Mi padre moreno y
de pelo ralo, cultivaba los campos del convento, y solo tenía ojos para los pechos de mi
progenitora. Nunca se fijó en mí y pronto dejé de llamarle padre.

Yo crecí en la penumbra, con los besos de mi madre y las caricias que el abad
prodigaba a mi pelo, en la comida dominical, tan pelirrojo como el suyo y que
aventuraba un cruce de deseos entre el superior de la Abadía, los limones y los pechos
napolitanos de mi madre. Antes de que mi padre regresara de labrar el campo, el abad
se marchaba de la casa del huerto, donde vivíamos, no sin olvidar las recomendaciones
que daba a mi madre sobre mi futura educación.

Mi falta de valor para guerrear y mis hábiles dedos para la caligrafía, me condujeron al
scriptorium. Durante años no hice otra cosa que traducir los escritos tediosos de
patrística. No conocí mujer, no leí otros textos que los ordenados para su transcripción
por el Abad que me visitaba con frecuencia en mi labor de escriba. Me había hecho a la
idea de acabar mi vida sentado ante la mesa próxima a la ventana, con la espalda
desvencijada y los ojos turbios por el titileo de las lámparas de aceite.

Un día, Fray Casiadoro, un monje orondo, sin vocación y amante de la buena mesa, que
esbozaba una sonrisa al contemplar mi pelo, dejó sobre mi mesa el libro Ars Amandi con
estas palabras. "Más allá de los muros de la Abadía el Señor ha creado otra vida,
debes conocerla". Desde entonces dejé de comer y dormir y el abad ya no me escuchó
en confesión. Mi único deseo era encontrar mujer donde practicar lo aprendido en el
libro. Elevé plegarias a Dios y me escuchó. Al poco el abad me envío a casa del
armarius, para comprar pergaminos. Ocurrió una mañana de mercado en la aldea y en
un puesto de lanas, telas, y bálsamos curativos estaba Lucrecia. Mis ojos contemplaron
el firmamento y la comparé con Afrodita. Al abad le dije que el scriptorium necesitaba
tintas, plumas, reglas y mis salidas a la aldea se multiplicaron al igual que mi amor por
Lucrecia. Un día al dictado de las enseñanzas de Ovidio y turbado por la belleza de la
doncella arrimé mi costado al suyo, tanto que no cabía ni un pergamino. Otro con el
pulso acelerado al verla envuelta en un brocado magenta, le quité una mota de polvo
caída en su regazo. El tercer día, ay! el tercero, recogí su manto del suelo y se lo puse
encima de su corpiño acariciando sus hombros blancos.

Incunable

Pasado un tiempo y cuando mi fervor por Lucrecia traspasaba los muros de la abadía, el
abad me volvió a escuchar en confesión. Entendió mi desazón y mi exaltado amor.

– Ay, hijo mío! Yo que te había designado para tan alto puesto en la Abadía.

– Padre mío, si el amor que siento por Lucrecia me está vedado ¿qué me queda? Le
ruego que me de su bendición.

– Busca tu camino hijo mío. La mía, no te ha de faltar.

El día señalado salí de intramuros de la Abadía al encuentro de Lucrecia. Me despedí de
mi madre con un abrazo tan cálido como las hogazas que depositó en mi talega y el abad
desde la logia del primer piso y dibujando una cruz en el aire, me daba su bendición, In
nomine Patri et
Filio…….