Este mundo nuestro, tantas veces áspero y desagradecido, se encuentra atravesado por carencias múltiples, está necesitado de muchas cosas.
Padecemos, por ejemplo, un déficit grave de calidad y de calidez, atributos que no siempre van unidos ni son intercambiables. Conozco personas, proyectos y realizaciones de calidad muy estimable, de alto nivel intelectual y rigor especulativo, pero de una alarmante sequedad y mediocridad en el ámbito de las emociones.
Así tenemos “una ciudadanía perpleja y cambiante”, como alguien ha dicho, que está saturada de ruidos y de tópicos y que busca sin embargo la sencillez y la positividad.
No será difícil encontrar puntos de apoyo para articular ese tejido social equilibrado que nos envuelve y sostiene. El amplio mundo de la comunicación, por ejemplo, en sus distintos niveles y sazonado con el estímulo de la amistad y de la cercanía. La lucidez y la ternura como cualidades humanas sobresalientes, y la solidaridad y el coraje cívico, situados siempre en el primer término de las virtudes sociales.
El interés por la trascendencia y la espiritualidad –en sentido estricto o amplio- va cobrando vigencia a la altura de nuestro tiempo, en sus formas y expresiones más variadas. Proliferan corrientes, comunidades, grupos, experiencias cargadas de significación humanitaria y liberadora. Algunas de ellas ofrecen un nítido perfil religioso y otras se mantienen en un ámbito más secular y humanista, estando sujetas siempre al fenómeno del eclipse de Dios y a la persistente oscuridad -penumbra- de la fe.
La religión es un intento de respuesta a la necesidad humana, a la precariedad e indefensión que nos acompañan sin tregua. A lo largo de la vida establecemos complicidad con personas, tareas proyectos, ideales, ensoñaciones. Así vamos forjando la trama de nuestra esperanza y avanzamos en el camino de la reciprocidad y la solidaridad. Todo ello, a ser posible, sin abandonar esa hermosa y bienhechora pareja dialéctica que forman la calidad y la calidez.