Cuando mi madre le contaba a mi padre, que un ángel le dejó una semilla mientras estaba dormida y se produjo el milagro, se quedaba estupefacto. Hay que reconocer que fabulando era muy buena. El querubín tuvo la culpa de que mi padre me mirara de forma extraña. Su hobby era la carpintería, hacía unas puertas y mesas que vendía bien, hasta que aparecieron las grandes superficies. Yo, mientras tanto, crecía en la barriga de mi madre. Era como estar en un igloo pero calentito, sin preocuparme de las comidas, ni de irme a la cama cuando me lo mandaran, vaya nueve meses que me pegué.
Cuando mi padre ya no podía más de ganas, se montaba sobre mi madre, y cómo pesaba, yo me agazapaba en un rincón del igloo, no fuera a ser que en una de sus embestidas me diera un golpe contra los huesos de mi madre. Ella le decía: «Para José, qué dirá Dios» y claro con ese recibimiento, se volvía a su sitio en la cama y al rato empezaba a roncar. Mi madre feliz de su victoria, se tocaba la barriga y yo me ponía muy cerca de su piel y notaba sus caricias. ¡Ay! que a gustito estaba entonces.
Un día que íbamos en el coche destartalado de mi padre, debió de ser por los baches, por el frío o por el cansancio que mi madre empezó a tener dolores de parto. «Aguanta María, que falta poco para el hospital», le decía mi padre. Yo me quedé bien quieto, sin darle patadas, para no ponerla peor de lo que estaba. Llegamos al hospital y enseguida nos instalaron en una camilla. No veas como corrían los celadores por los pasillos y mi madre y yo con ellos.
Qué noche pasé, me hicieron de todo, que bestias. Me cogieron por la cabeza, la retorcieron, la salida era muy pequeña y no me encontraban. A mi madre, le gritaban: «empuja, empuja». Pensé que me descuartizaban. Mi cabeza presionaba para salir, por fin la pude sacar, luego apareció un hombro, el otro, hasta que una luz me cegó. ¿Donde estaba? Pasaba de unos brazos a otros. Me pusieron boca abajo, y aparecí en una habitación verde, que tenía un olor que no volví a sentir, hasta una vez que me dieron unos puntos en la pierna. Qué refregones, y ahí sí, empecé a llorar para que se enterara esa mujer de la bata verde de lo que me estaba haciendo. Si me lo hace ahora, la denuncio por mal trato. Pero entonces yo no sabía nada de nada. Dieron las doce de la noche y mi madre empezó a gritar: «Jesús ha nacido, Jesús ha nacido». Y la enfermera le dijo: «Claro, hoy es Nochebuena». «Que no, que es mi hijo» contestaba mi madre.
Me pusieron un gorro hasta las cejas y unos guantes que me sobraban por todos los lados. Al rato íbamos por un pasillo y en un rincón al lado del ascensor, había unos humanos, con unas ropas muy diferentes a las batas blancas y verdes. Les llegaban hasta los pies y la mujer llevaba un niño en los brazos tan pequeño como yo, pero que no se movía nada. Luego otro iba con un ropaje, que más adelante supe que era de burro y otro iba de vaca. Escuché su conversación, mientras esperábamos el ascensor.
–Esta año nos van a pagar menos. Ordenes del nuevo director. No para de hacer recortes.
–Todos los años lo mismo. No respetan ni la Navidad.
–Qué país, el que no llora no mama.
Al oír mamar lancé un berrido, llevaba horas sin comer, así que para vengarme me meé, y cagué, y buena la hice. La de la bata verde cuando le llegó el aroma empezó a murmurar: «es peor que el caganet». ¡Ala!, otra vez desnudo, y cambio de pañales. Llevaba cinco horas en este mundo y qué paliza tenía en el cuerpo. Me llevaron con mi madre y ahí sí que comí bien, pegado a su pecho, chupa que chupa. Luego me puso en su hombro, me dio unos golpecitos en la espalda mientras cantaba Noche de paz, noche de amor. Tan bien me sentí que hasta eructé. Mientras mi padre jugaba con el sonajero. «Seguro que lo has comprado en los chinos», le dijo mi madre. Cerré los ojos porque el sonajero tenía unos colores…