por C. A.
Una noche de verano apacible, serena y con esa luminosidad propia de los estíos en plenitud. Una noche como otra cualquiera, de las que la naturaleza nos regala con generosidad. El resplandor del firmamento, las fugaces estelas sobre su bóveda, la tibia atmósfera… todo parecía conspirar a mi favor para generar un ambiente propicio a la reflexión, para sumirme en mis pensamientos. Mis ojos vagaban distraídos sobre el paisaje que se iba sucediendo a mi alrededor. Inciertos volúmenes difuminados por tenues brillos, adivinadas sombras, presentidos movimientos en esa incierta frontera de la luz que se resistía a dejarse vencer por la noche, que una vez más luchaba por llevamos a su reino de sueños…
Y en esa relajada incertidumbre estaba yo, cuando al girar la cabeza, vi sorprendido, que no estaba solo. Un crío de unos siete años se sentaba a pocos metros de mí. Cara redonda, un flequillo algo pasado de moda, ojos marrones escondidos tras unas gafas de pasta, una leve sonrisa, camisa de cuadritos, pantalones cortos, dedos manchados de tinta y una mirada curiosa, abierta a la curiosidad de un mundo que se le prometía desconocido.
Al ver que le observaba, inició una conversación conmigo. Pero más que una charla, aquello se convirtió en un torrente de preguntas, a las que me era materialmente imposible dar respuesta. El caudal de incertidumbres e interrogantes era tan dispar y heterogéneo, que hubiera necesitado más de una vida para poder responder a todas ellas. Dado que en un momento necesitó hacer una pausa para respirar, aproveché aquella oportuna interrupción, para expresarle mi opinión. A aquel mar de deseos insatisfechos de conocimiento, solo podía decirle que tuviera paciencia, que le permitiera aI tiempo y a la vida hacerle encontrar soluciones y respuestas a todo la que le producía curiosidad. No sé si lo que yo le decía le serviría de algo, pues en su rostro siguió dibujada una línea de duda.
En cualquier caso y antes de que cualquiera de los dos pudiera decir algo más, un ruido a nuestras espaldas, atrajo nuestra atención. Unos pasos atrás estaba un joven de unos veinte años. Una melena hasta los hombros enmarcaba un rostro afilado, más por voluntad que por naturaleza, sus ojos tras unas lentillas, nos contemplaban con una pizca de ironía que hacía juego con un leve mohín de sus labios. Camisa de flores con insignias pacifistas y pantalones de un ancho más que notable sobre los que reposaban, una bolsa de verde camuflaje y unas manos en las que, el leve tono amarillento en algunos de sus dedos y el olor dulzón que le envolvía, le delataban como fumador de alguna hierba paradisíaca y componían un retrato algo tópico de joven Woodstock.
El ruido lo hacía al sacar de su bolsa los utensilios para liarse uno de aquellos dulzones cigarrillos que generaban su peculiar olor. Y mientras lo hacía, nos aclaró el porqué de su pintada ironía. Certidumbres y respuestas le sobraban. La vida no era tan complicada, solo había que saber donde estaba uno, y colocar a los que no estuvieran allí, al otro lado de una invisible raya. Al crío y a mí nos fascinó que todo tuviera solución, que las piezas encajaran tan fácilmente componiendo un puzzle tan rápido y preciso.
Y mientras el joven nos regalaba sus certezas, la noche de verano seguía su curso. Las sombras habían desaparecido, solo las luces en el infinito aportaban una mínima visibilidad. En nuestro alrededor el silencio solo se rompía por las verdades del aquel joven. Y hubiéramos podido continuar largo rato en aquella escucha de no ser porque, algo nos llamó colectivamente la atención.
Una cuarta persona estaba con nosotros. Tras las lentes de sus gafas metálicas, se adivinaban unos ojos algo cansados. Su pelo cortado caseramente, tenía algunos claros ya visibles y los perfiles de su rostro dejaban ver que el tiempo y la vida habían cumplido con su deber. Alguna arruga, alguna muestra de escondido dolor, todo sutilmente marcado, pero sin embargo ahí presentes. Nada en lo que llevaba le hacía especialmente destacado, tal vez solo se intuía una leve resistencia a la tiranía de lo que se suponía que un hombre de su edad, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, debía llevar. Su leve carraspeo fue lo que llamó nuestra atención.
Ante nuestra tácita aceptación, se sumó a la charla. Frente a la rotundidad del joven y aun asumiendo que en lo fundamental podía estar de acuerdo, encauzó varias de sus afirmaciones hacia un terreno más vidrioso, donde la claridad se matizaba y la verdad era menos suya y más de otros. Lo que parecía tan evidente dejaba paso más variadas hipótesis y la vida así expuesta se asemejaba más a lo impredecible y a la duda de las encrucijadas.
Me pareció que algún ligero resplandor se atisbaba sobre el presentido arco del firmamento. Creí que anunciaba el fin de esa noche, que si se presumía serena, estaba ofreciendo algunas sorpresas que jamás hubiera adivinado. Un viaje que había comenzado solo y que parecía acabar en un heterogéneo grupo. Pensé que lo que podía ser un azar, fuera algo más. Me daba la sensación de que sin conocer a aquellas personas, algo de ellas si presentía. En cualquier caso el sueño me impedía pensar con claridad. Y el resplandor que cada vez se hacía más presente, me dificultaba todavía más esa tarea.
Con un lento declinar mis párpados se fueron rindiendo a la luz y aunque suene a paradoja, con entera consciencia, fui perdiendo la conciencia. En esa bruma entre el yo y la nada, creí hallar respuesta a aquella intuición. En ellos, estaba yo también, en sus preguntas y en sus respuestas, en sus dudas y en sus certidumbres, en sus miedos y en sus apuestas, y cuando tuve claro que así era, cerré los ojos y os confieso, que estoy seguro que en ese momento acabó la noche y en la luz comenzó mi eternidad.