Mercedes había colocado en la puerta interior de su taquilla una gran foto, que representaba una mujer rubia, con pelo largo, corriendo con unos tacones altísimos, por medio de un campo seco. Cuando la tierra se encontraba con la carretera le esperaba un enorme coche negro, del mismo color, que la maleta que llevaba.
Mercedes me dijo que la mujer de la foto le encantaba a su marido y que estaba haciendo lo posible para parecerse a ella. Lo estaba consiguiendo, en seis meses había perdido siete kilos. Su pelo, antes oscuro, era ahora largo y de un rubio intenso. Cuando se quitaba los zuecos del hospital se ponía unos “stilettos” tan altos como los de la foto. A mi me daba envidia. Yo era morena, algo gordita, mi calzado habitual eran los mocasines y me asociaban más con el carro de la compra que con cualquier maleta. Mi vida estaba asentada, y sin ganas de emprender ninguna aventura. Una vez le hablé a mí marido de nuestra suerte ya que nos aceptábamos tal como éramos y le conté el caso de Mercedes. Por toda respuesta recibí un Hum¡¡¡. Seguí- “Imaginate que te vuelves mitómano y me tengo que convertir en una elucubración tuya”. Hum¡¡¡ Me volvió a contestar. “Y no le pega nada a Luis tener esas obsesiones”. El marido de Mercedes era un tipo bajo, tranquilo, feliz de la vida, y amable con todo el mundo. Me acogí a la frase de cada pareja es un mundo y mi pensamiento se deslizó hacia los pacientes que tenía al día siguiente.
A la mañana cuando llegué al hospital, no pude ver la foto de la chica rubia, porque Mercedes había telefoneado que no se encontraba bien y que se quedaba en su casa. Últimamente faltaba un poco más de lo normal. Y hoy era un día duro. Teníamos tres operaciones.
Las intervenciones duraron menos de lo previsto y regresé a casa. Reconocí la camioneta de trabajo de mi marido. Nunca la traía a casa. Miré en su interior y en el techo estaba pegada la misma foto que la de la taquilla de Mercedes. Mi corazón empezó a latir. Entré, atravesé el pasillo, la puerta de nuestra habitación estaba abierta y unos “stilettos” negros que se movían vertiginosamente ante las embestidas de mi marido, me dieron la bienvenida.