Casi siempre ocurría los jueves. Mi madre me llevaba a la tienda del tío Mario un poco antes de que abriera a hacer la compra al decir de mi madre. Se peinaba con su moño «arriba España» que a mi padre tanto le cabreaba, prefería la melena despeinada de los domingos cuando salían del dormitorio. Y por más que lo intentó siempre iba a la calle con ese peinado. Los jueves se lo ponía más alto y voluminoso, y al rematarlo con una pequeña peineta decía «para que aprendan». Alguien debía de hacerlo pero entonces yo no lo sabía. A la noche mi padre le preguntaba: ¿Le has hablado de Manolo? Y ella contestaba que no, que al decir de Mario había mucho lío en las cárceles.
Mi madre leía y le gustaba utilizar palabras altisonantes pegaran o no; así, su habitación era la alcoba unas veces y otras gabinete, nueve era noveno poniendo el acento donde cayera e ir de recados hacer la compra. Su buena memoria le hacía usar el lenguaje de los libros que leía y por aquella época se entretenía con «El velo de tul», que recuerdo estaba escrito por una condesa o marquesa.
La tienda tenía una pequeña campana que anunciaba la entrada y salida de los parroquianos. Cuando llegábamos, mi madre se acercaba a la esquina del mostrador y levantando el portón de madera que se elevaba para entrar y salir y se iba a la trastienda diciéndome que tenía unos asuntos pendientes con el tío Mario, que me alcanzaba unos tebeos. Me sentaba en el saco de las lentejas, hollando con mi culo el fardo para sujetarme bien. Mi tío me tenía prohibido sentarme en el saco de azúcar, cuestión de higiene, me decía. Me lo pasaba muy bien leyendo las peripecias de la familia Ulises y cuando terminaba la historieta mi madre aparecía colocándose unos mechones de pelo que se encontraban fuera de su pulcro moño seguida de mi tío Mario, que me daba un cachete cariñoso en la cara, a la vez que me alargaba una onza de chocolate arenoso. Mi madre ya retocada volvía a su figura de garza majestuosa.
Cuando mi madre tardaba más de la cuenta en la trastienda, me dedicaba a curiosear y un mundo de alimentos y cajones se abría a mi ojos. La tienda estaba llena de estanterías. Debajo del mostrador de madera una hilera de cajones, el más grande el del dinero donde también estaban las facturas y las deudas de los compradores. El mostrador tenía forma de ele, y en el lado más pequeño mi tío tenía un pequeño despacho, donde llevaba las cuentas del trigo que los agricultores recogían y entregaban a la cooperativa.
El alcalde le había buscado ese trabajo. Se habían conocido en el bando nacional. En el ángulo más grande del mostrador y encima de él había un surtidor de aceite, como el palo mayor de un barco y en el otro extremo una cuchilla para cortar el bacalao que mi tío usaba con tal destreza y precisión que pocas veces tenía que retocar el pedido; me decía que un mal corte podía estropear el bacalao. A su lado y tiesa como un girasol gigante se encontraba la caja redonda de sardinas viejas que mi madre llamaba arenques y no las compraba porque decía que eran comida de pobre. Mi padre, sin embargo, las envolvía en papel de periódico, las machacaba en el marco de la puerta para quitarles la piel y se las comía diciendo que era buenas para el organismo. En los estantes centrales estaban los artículos de tocador y más de una vez vi a mi madre coger un paquete de horquillas. Según por donde pasaba los olores me asaltaban, a café tostado, a dulces rancios, a colonias, y cuando me acercaba al bacalao el olor a salazón.
Un día encontré el testamento de mi abuelo y entonces supe que a mi padre le habían desheredado, porque como estaba escrito: «ya se habían gastado en sus estudios y había perjudicado a la familia al no unirse a los nacionales«. Entonces empecé a no querer ir a la tienda.
Pasaron unos meses y un día, mientras estaba sentado en el saco de lentejas y mi madre se colocaba un mechón en el moño, vi a mi padre golpear el cuarterón de cristal de la puerta de entrada y me hizo señas para que le abriera. Me extrañó, los jueves tenía turno de tarde y era el día que íbamos a la tienda. Un temor se apoderó de mí y me meé en las lentejas. La visión del moño trastocado de mi madre, la aceptación de la onza de chocolate que me hacía cómplice de algo que entendí en aquel instante y la digna presencia de mi padre en aquel lugar de encuentros, rompieron mi inocencia. Me sentí culpable de un juego del que apenas sabía las reglas y al que no se me había invitado a entrar.
Mi padre venía con el mono de la imprenta y olía a tinta, a obrero y ya en la tienda le repitió la pregunta de todas las semanas: ¿Te ha dicho algo de Manolo? Mi madre ya recompuesta le contestó una vez más que no era el momento y le saludó fríamente. Por aquel entonces el libro «Yo la reina» ocupaba su tiempo y el buzo de mi padre no le dejaba soñar. Al rato apareció mi tío, se saludaron sin entusiasmo pero con educación. La misma pregunta le hizo a su hermano que contestó que Manolo saldría de la cárcel a su debido tiempo. Que gracias a sus oficios le habían conmutado la pena de muerte.
Salimos los tres de la tienda. Oí a mi padre decirle «no quiero que el chico vuelva a la tienda, y a ti te prefiero con melena«. Iba en serio. Yo caminaba detrás de ellos para que no me vieran el pantalón meado y mi madre me dijo: anda ponte adelante que te vea por dónde vas, ya me has pisado dos veces. Avancé con las manos encima del culo como un esposado y juré con miedo y rabia que no volvería a la tienda.
Y no volví. Ni cuando mi madre nos dejó por el tío Mario y la veía en el interior de la tienda apoyada en la ventana del escaparate. ¿Iría ahora a la trastienda? Pasaron los años y un día me fijé que tenía el moño descolocado y recogido en la nuca. No entré. Quizás era jueves.