Me la encontré por primera vez en el puesto de frutas.  Era poco comunicativa, pero los tomates y las berenjenas me ayudaron a conocerla.  Un día que compré mangos me dijo que le gustaban, que en la India se desayunaba con ellos y los echaba de menos.  Pero nunca la vi comprarlos.  Cuando enviudó se vino a Madrid y se dedicaba a dar clases de piano, ya que no tenía fuerzas para dar conciertos.

Un día desayunamos juntas y contemplé como sus manos se escapaban y tocaban partituras silenciosas encima de su falda.  Le propuse que diera clase a mi hija y me explico casi con aspereza, que su apartamento era pequeño y asfixiante y que no se encontraría a gusto.  Intenté convencerla.  Su negativa fue cortante.

Pasó un tiempo y al no verla pregunté al frutero si había visto a la Sra. Kalami, que así se llamaba su marido, y me dijo que estaba enferma y que sabía de su domicilio porque le había entregado un pedido.  Me facilitó la dirección no sin antes dudar.  Compré un par de mangos y me acerqué a su casa.  El piso era un sótano húmedo.  Un timbre desafinado anunció mi llegada.  Me abrió la Sra. Kalami y un botón de su vestido que miraba al suelo era la única nota de dejadez de su aspecto.  Sus ojos me miraron con dureza.  Quizá fueran los mangos, quizá mis excusas balbuceantes pero no rechazó mi visita y me invitó a entrar.  Le acompañé por un oscuro pasillo y me introdujo en una sala pequeña no sin antes decirme: te has salido con la tuya.

La habitación estaba vacía de mobiliario a excepción de una mesa, dos sillas y un taburete.  Una luz temblorosa entraba por la ventana del fondo, donde unos geranios rojos amortiguaban el gris de la pared del patio.  El aire olía a humedad.  En el suelo de la habitación destacaban marcas claras de muebles ausentes.  Busqué la del piano.  Encima de la mesa se encontraba un teclado de papel con sus notas blancas y negras.  Parecía la boca de un tiburón.  La Sra. Kalami me ofreció asiento a la vez que se sentaba en el taburete delante de la mesa.  Apoyó sus pies sobre un par de cojines en el suelo.  Colocó la partitura del "Nocturno" de Debussy en el atril detrás del teclado, activó la casete que tenía encima de una silla, estiró sus manos regordetas en el teclado y empezó a tocar.  Su cuerpo pequeño y erguido seguía sus manos mientras los cojines se movían al compás de sus pies.  La Sra. Kalami, estaba transfigurada, tocaba con pasión, pasaba las páginas de la partitura cuando correspondía.  Levantaba la mano al aire y la dejaba caer en el teclado para llenar la estancia con un nuevo acorde.  Su cuerpo se agitaba de un extremo y otro de la mesa.  Tan pronto se doblaba en el teclado como se erguía hacía atrás y movía cabeza como si le resultara imposible escuchar tanta belleza.  Sus dedos apretaban las teclas sin interrupción.  Miré a la casete, a la Sra. Kalami, a sus manos, a sus pies.  Una fuerza asombrosa llenaba aquel cuerpo pequeño y menudo.  Cuando acabó la partitura, su espalda se encorvó de nuevo, y una sonrisa dolorida apareció en su cara, colocó un paño negro encima del teclado y me preguntó.-  ¿todavía quieres que de clases a tu hija?