“La vida es una vibración”, ha dicho alguien. No acabo de comprender el sentido exacto de esta apreciación, pero creo intuir la riqueza de su contenido. A lo largo de la vida nos encontramos con múltiples accidentes y sobresaltos que van dejando su huella en nosotros; también están los momentos gratificantes con su poso de suave serenidad. En una palabra: el tejido agridulce de la existencia, de la trama de vivir.
Recuerdos positivos y negativos que componen un mosaico enriquecedor, abierto a la melancolía y a la gratitud, al reconocimiento de lo mucho recibido, del privilegio de la salud y del bienestar. Recuerdos que son síntomas de vida, recuerdos de dolor, de soledad, de alegría o de esperanza.
Existen múltiples cosas que nos hacen vibrar, en el recuerdo nítido o borroso del pasado y en la intensidad del presente. No ya la cosas importantes de un dramatismo incalificable –los repetidos y crecientes naufragios de los emigrantes que huyen de la miseria y la desesperación, como la noticia más relevante de la actualidad- sino los hechos cotidianos, insignificantes en apariencia pero que encierran un profundo contenido humano. Me impresiona y me hace vibrar, por ejemplo, el hombre que pasa con su bicicleta todos los días por delante de mi casa rebuscando en los contenedores aquello que le pueda interesar. O los mendigos tirados en el suelo que pueblan nuestras calles y que son la imagen más perfecta del despojo humano.
Me hace vibrar también –lo siento; no quiero ser cenizo ni aguafiestas- la inmensidad e intensidad del sufrimiento humano. Trato de distanciarme mínimamente y de suavizar la erosión psíquica que conduce al desequilibrio personal esterilizante, pero a veces me resulta difícil encontrar las razones para ese distanciamiento. Creo que es algo que nos pasa a todos, a distinto nivel de intensidad según el temperamento y la sensibilidad de cada uno.
Aquí ocupa un lugar muy significativo el amplio espacio de la violencia en todas sus formas que nos acosa, ese poder de las tinieblas que invade el panorama internacional y nacional, la calle, la vida íntima y cotidiana. Todo ello, por supuesto, me hace vibrar con intensidad y pesadumbre. Sin olvidar que la desvergüenza y la corrupción son formas precisas y explícitas de violencia.
Pero vibro también con las expresiones múltiples de la belleza y de la armonía, con la solidaridad sencilla y conmovedora hasta las lágrimas, con el paisaje de la primavera lleno de flores, con la fuerza de las ideas y las luces del pensamiento, con la honestidad intelectual y la coherencia moral, con el silencio inteligente de algunas personas, con el placer de la lectura, con las palabras veraces… Todo lo cual embellece y otorga un sentido cualitativo a la vida.
Voy entendiendo que esta vida es una vibración con el ancho mundo y con las cosas pequeñas, con nuestro interior y nuestra circunstancia, con las personas a las que queremos y con las que no nos comprenden, con esa proporción aceptable que todo el mundo encierra en su fondo. Con un tejido que nos preocupa, nos absorbe y nos apasiona.