Ernesto es de baja estatura, todo hombros, pecho y una calvicie que aumenta su cabeza redonda. Nada destaca en sus facciones, ni la nariz con la que se gana la vida, y su edad no entraría en una solicitud de trabajo. Viste sin estridencias salvo un perenne pañuelo anudado en la garganta para protegerla de unas posibles anginas.
Sentado en una butaca del salón, bien aireado, carente de olores y temperatura media, desliza la mirada sobre la biblioteca repleta de libros de vinos. En una esquina ve su maletín de trabajo y piensa que su padre tendría su edad cuando le preguntó ¿quieres acabar en un bar como yo? De alguna manera sigue su oficio.
Llama a Marcela para que compruebe el interior del maletín, la copa, la cuchara y el collar de catador que reposan en un armazón cubierto con tela roja. Cuando entra en el salón, Ernesto huele a pantis, a carne húmeda de sudor, a espumas de detergente, a limón. Marcela le mira con respeto y seguridad, la que descansa en el conocimiento de los íntimos secretos de su señor.
-Mañana me voy a Burdeos. Estaré fuera varios días. Quiero que prepares el maletín-
-De acuerdo, señor- ¿Qué quiere para comer hoy? ¿Una tortilla de patatas? Hace tiempo que no la toma-
-Sí, buena idea-
En los últimos meses el cuerpo firme y compacto de Marcela le agita. Si se atreviera a decirle algo. Quizá más tarde, mañana se va y la ausencia de sus olores le atormentará.
Mira el reloj, son casi las dos. Marcela entra con una tortilla humeante. Ernesto, vierte un crianza, en la copa, lo marea y, con sorbos lentos al que sigue un chasquido, lo degusta. Jazmín, trufa, higos secos. Los aromas se mezclan con su deseo. Le acerca otra copa a Marcela. Ernesto coge su mano. Ella la acepta con naturalidad, como si supiera lo que va a ocurrir. En silencio se dirigen a la habitación.
En el cuarto Ernesto ve la axila poblada. La huele, sal y carne prieta. El mismo olor que tenía su madre al salir despeinada los domingos de la habitación. Mira la cara ancha de Marcela, sus rizos negros, le besa la boca profundamente y saborea un vino que hace tiempo no prueba y suave, suavemente entra en aquella colina que enseña su plenitud y percibe los aromas más difíciles de obtener, cedro, incienso, humo, que culminan con el olor del placer satisfecho. Apoya la cabeza en el hombre de Marcela que, pasado un tiempo, le comenta: "Tengo que recoger a mi hijo en el colegio". "Ah, sí claro".
Ernesto la acompaña a la salida, ella se detiene y antes de marcharse le dice "si el señor quiere los jueves tortilla". "Sí, Marcela, los jueves tortilla".
Se acomoda en el sofá, abre una botella de burdeos, la aspira, no le llegan sus aromas. Se suena suavemente, vierte el vino en la copa, intenta de nuevo. Y ahí mismo unos olores se le cuelan en la mente, tortilla, carne húmeda, espuma de detergente, limón.