Los versos: «No te aflijas si el viaje es amargo y la meta invisible. No hay camino que no conduzca a una meta», pertenecen a Hafez poeta persa del s. XIV me ayudaron en el largo viaje de Madrid a Shiraz ciudad en el suroeste de Irán. Antes de salir del avión turco y sabedora de la formalidad islámica me coloqué un pañuelo en la cabeza, así como una túnica para tapar mi anatomía trasera, atuendo que no dejaría durante mi estancia en Irán.
La ciudad de Persépolis asombra con su esplendor antiguo. Fue construida por Darío I en el 518 a. C. y destruida por Alejandro Magno en el 331 a.C. Declarada Patrimonio de la Humanidad, fue utilizada en 1971 por el último Sha Palevhi para su mega coronación con un enorme derroche de dinero público, que ayudó a su destierro por Jomeini en 1979.
Subo la escalera monumental de la antigua ciudad, de suaves escalones y cuando alcanzo la plataforma superior se me revela el esplendor de Persépolis. La Puerta de las Naciones con sus colosales esculturas de toros y caballos a ambos lados me aproxima a la sala Apadana. Se accede a ella por medio de una escalera famosa por sus relieves que evocan los libros de historia del arte. Edificada con materiales nobles era capaz de albergar a diez mil personas. Paseo por el salón de las cien columnas donde me asaltan capiteles, arcos, columnas, estatuas. La zona está rodeada por los imponentes montes Zagros que me acompañan durante el viaje hasta llegar a Teherán donde toma el relevo la cordillera Ezbruz que llega hasta el Caspio.
A ocho Km. de Persépolis y todavía sin digerir su belleza contemplo el lugar en el que se encuentran las tumbas de Darío II, Artajerjes, Darío I y quizá Darío III, impresionantes en su magnitud y dibujos. Son cuatro inmensas cruces de veintiocho metros de altura excavadas en la roca. Un buen ejemplo de arte sasánida.
Al anochecer me espera Shiraz ciudad de poetas y jardines. Cuenta con la impresionante ciudadela de Karim Khan de 1749 toda ella decorada con figuras geométricas de un excelente trabajo en ladrillo. Está situada en medio de la ciudad y rodeada de jardines utilizados por los iraníes como lugares de picnic, de encuentros y de puestos callejeros. La visita a la ciudad se hace corta para contemplar sus mezquitas, mausoleos y conversar con su gente agradable y deseosa de hacerse fotos con los turistas.
Un grupo de muchachas me rodea. Quieren hablar, tienen una sonrisa sincera, y me preguntan mi nombre y de donde vengo. El ras ras de las fotos se mezcla con sonrisas y buenos deseos. En el Bazar reina un bullicio constante y cordial de compradores y comerciantes. Los puestos de alfombras, pistachos, yogures disecados con los que se hace una sabrosa crema, especias, ropa, telas y joyas, me sorprenden por su variedad y colorido.
Todo se vende, todo tiene cabida. Las bóvedas de ladrillos y azulejos, los serpeantes corredores, plazas de aguas luminosas donde menos se espera y antiguos hamman (baños) convertidos en casas de té acogen al viajero con música kurda o persa tocada con antiguos instrumentos reciben al turista . La sorpresa nocturna es la visita al grandioso mausoleo Shah-e-Cherag. Una gran explanada con un estanque en medio rodea la entrada principal del edificio.
Dejo los zapatos en consigna y un chador provisional hasta los pies me hace invisible. Las cúpulas, las filigranas, el mihrab, y arcos resplandecientes de espejos recrean un escenario de las mil y una noches. En medio de la mezquita un santuario cobija el sarcófago de un califa, el octavo o quizá el doce. Algunas mujeres totalmente tapadas caminan arrodilladas alrededor de la tumba. Fe y oración.
Dos salas separan a los diferentes sexos. Me adentro en la de las mujeres, unas amamantan a sus hijos, otras formando corros hablan entre ellas. Todas vestidas con el chador negro y sentadas sobre magníficas alfombras. Percibo alguna mirada de curiosa severidad, las menos; la mayoría una sonrisa me anima a acercarme a ellas en un intento de conversar. Cuando salgo, llena de un fervor inquieto tengo una vista impactante. La cúpula y los minaretes realzados por la iluminación nocturna. Una ostentación de colores turquesas, dorados, verdes, de casi imposible encaje me confirman que estoy en un país milenario y me vuelven las palabras del poeta Hafez: "Shiraz ¡que el cielo te guarde!"
Irán es un país de contrastes donde el 60% de la población es menor de 25 años. La tasa de alfabetización el 83%. Los jóvenes con sus vaqueros estrechos, cortes de pelo a la última, contrastan con la severidad de las mujeres con sus chadores. Las jóvenes cubren la cabeza con el pañuelo islámico, el hiyab, y alguna, tal vez en un acto de rebeldía, lo desliza por la cabeza enseñando un abundante pelo negro. Son altas, fuertes y bellas. Los persas son arios, de religión chiita, y orgullosos de serlo. Se saben de un país de cultura milenaria e importante en la zona, que ha cobrado de nuevo una importancia geoestratégica en el Medio Oriente tras los acuerdos EEUU-Irán de este verano.
No se llevan bien con sus vecinos árabes, especialmente con los de Arabia Saudita, sunitas y enfrentados en la guerra del Yemen. En una mezquita cercana a Yazd, ciudad de adobe, presencio una manifestación a la salida del rezo del viernes. Un iraní me informa que gritan "Arabia Saudí asesina". Acaban de morirse más de mil doscientas personas en la estampida en la Meca de los que casi medio millar son iraníes. Exigen que la ciudad santa sea regida por un conjunto de países islámicos y despojar de la llave del recinto sagrado a la monarquía saudita.
Me espera Yazd cuna de la religión zoroástrica. En las afueras de la ciudad se visitan las torres de silencio. Son plantas circulares donde colocan los cadáveres de los seguidores de Zoroastro en lo alto de la torre a merced de los buitres, hasta que solo quedan los huesos. Una costumbre que se remonta, como su religión al siglo I a.C. Yazd también es conocida por los qanats, canales subterráneos, conectados a unas torres de ventilación que retienen el aire fresco y lo introducen en los conductos de agua y así la mantienen almacenada sin que se estropee. Un sistema de aire acondicionado sin necesidad de corriente eléctrica y que le proporciona un paisaje típico a la ciudad. En Yazd hay un original dulce hecho de nueces, pistacho, cardamomo y miel. El colmo es si lo tomas en la azotea de alguna casa a la puesta de sol escuchando la voz del muecín que llega desde un minarete de un azul intenso.
Abandono Yazd tras una noche en una caravasar del s. XVI. Pintoresco alojamiento que según mi guía de viaje es una experiencia inolvidable y así lo atestiguan mis riñones a la mañana siguiente, tras una noche en la que una mínima colchoneta albergó mi cuerpo. Un paseo nocturno por la azotea del edificio la noche anterior, y el espectáculo de una cercana luna llena acompañada de un derroche de estrellas me reconciliaron con el libro de viajes.
El tiempo apremia y me espera Isfahán, la joya de Irán y Quom donde empezó la revolución islámica y Teherán. Inshalá.