Valerio contempla el cuadro, da un paso atrás, se coloca a la izquierda, a la derecha de la pintura y tira con rabia el pincel al lavabo de hormigón de la celda. "La puta falta de luz, me impide ver los matices", se dice. Se sienta en el catre, coge las fotos que le trae la Rosa para que pinte sus perros y en ellas aparece el mismo galgo. Patas delgadas, cuerpo elegante y fibroso, nunca le gustaron esos perros, son de señoritos. Bien sabe ella que lo suyo son los perros callejeros, los que no tienen raza, los que luchan y sobreviven para encontrar el alimento cotidiano, como hacía él junto al perro que dejó abandonado en el polígono cuando cayó.
Son las seis de la tarde y dentro de dos horas, sonará el toque de la cena: apertura de las celdas, formación en filas y una hilera de hombres se dirigirán por los corredores hasta la sala del comedor. Es una de las tres mil seiscientas noches con la misma rutina desde que le cogieron al salir del banco con la browning 22, la malla en la cara, la saca en la mano y sin el coche de apoyo en la calle. El socio lo dejó tirado al oír la sirena de la policía.
A Valerio, la rutina de todos los días le adormece los reflejos, le espesa el pensamiento y, al mismo tiempo, le sirve para amainar la rabia y la desesperanza.
La primera vez que la Rosa le trajo las fotos del galgo, Valerio le preguntó.
–¿Es tuyo?
– No.
– Entonces ¿de quién?
– De Aurora, la vecina, bueno de su marido… Le gusta cazar en el pueblo…. Qué mal mentía la Rosa, se dijo Valerio.
Hace diez años que le espera. Tienen sus vis a vis. Pero una mujer necesita un hombre y a Rosa, de sangre caliente, las noches se le hacen largas y vacías. Recuerda cómo sus caderas se bamboleaban entre las mesas de los clientes, cuando pasaba altiva con la bandeja en alto. Le extraña que la imagen de su mujer no le ponga el sexo agitado. Vuelve su mirada al cuadro, los ojos del perro son dos oquedades. Y le vienen los de Luisito, un andaluz de porte de señorita, mirada clara, bucles oscuros, despreciado por todos los hombres de su madre. Hasta que mató al último que lo maltrataba por ser maricón mientras abusaba de él.
Un día, hará unos seis meses se encontraron en las duchas, estaban en el mismo pabellón, y de camino a las celdas, Luisito le cogió la mano. Valerio no la rechazó y en la esquina de un corredor, donde la oscuridad facilita el deseo y aleja la vergüenza, Valerio se entregó.
En el siguiente vis a vis le falló a Rosa. Se tumbó encima de ella y besó su piel blanca que no dibuja una peca, una mancha, una vena. La abrazó con fuerza, con un dolor interno y desconocido. Pero el deseo se quedó ahí parado, en la cabeza, en la cintura. Y en las fotos del galgo que de nuevo le traía la Rosa, junto con un cuaderno de láminas gruesas: "Toma, para que sigas pintando".
Dentro de tres días volverá a tener otro vis a vis con Rosa y no quiere volver a fallarle y rehuye los encuentros con Luisito.
El domingo, cuando Valerio se encamina al encuentro con Rosa oye por el altavoz:
Número 545689X, preséntese al oficial de vigilancia.
Y el guarda le informa:
–Su mujer no vio el semáforo al cruzar la calle y le ha atropellado un coche… No es grave.. Le están haciendo pruebas…..
Qué mal miente la Rosa, piensa Valerio de nuevo.
Y en los corredores, camino a la celda, sabe que hoy no rechazará a Luisito, y en la esquina donde le aparece con fuerza la pulsión de la carne y se diluyen sus temores, imprimirá su cuerpo en el de Luisito mientras unos bucles oscuros le acariciarán la cara.
En la celda, Valerio coge el pincel con fuerza. Dibuja unos trazos largos que tapan el galgo de Rosa y dan paso a unas pequeñas y continuas pinceladas de las que surge un perro callejero, poligonero, subido a un muro de piedra que mira al mundo altivo y protector, como un almirante en su puesto de mando.
El toque de la cena resuena por el corredor. Valerio se acerca a la puerta, da media vuelta y le dice al perro: "Te vas a ir con Luisito que le ha caído la perpetua". La celda se abre, ocupa su lugar en la fila y busca con la mirada.