No me gusta que tu padre me vea en tu habitación, pero no dejo de hacerlo cuando vuelvo del trabajo. Quito las arrugas del edredón que no has usado. Paso la mano por las sudaderas colgadas de la percha de color azul. Abro el armario para cerrarlo de golpe; tus deportivas rasgadas me tensan el corazón. Arreglo la mesa de estudio que está en perfecto orden y acaricio los bolígrafos en el cubilete rojo. Enciendo la lámpara y la luz se desparrama sobre el libro de matemáticas. Lo muevo unos centímetros y dejó un espacio grande para el ordenador. Prometieron devolverlo. Paso la mano por el respaldo de la silla que no volverá a acoger tu cuerpo y me pregunto: "¿Cuando empezó todo?".
Por la ventana veo que el aspersor del jardín del vecino empapa las primeras hojas del otoño. Tu padre acaba de volver del trabajo. Bajo las escaleras sin hacer ruido.
–¿Otra vez, mujer?
–Si, otra vez
–Deberías hacer un esfuerzo.
Le digo que la cena estará preparada en un momento y me meto en la cocina. Saco tres platos y tres cubiertos y tu padre intenta quitar el tuyo.
–Mujer, acéptalo
–Hoy no
–Es lo que me dices desde hace seis meses
Y me abraza a él, pero el dolor fluye en mi interior como un manantial ruidoso. Quiere que olvide tu ausencia, y mientras oigo el tic tac de su corazón veo las patatas fritas que he hecho como a ti te gustan, doradas por fuera y blandas por dentro. Cuando te las sirvo tu padre me coge la mano con ternura. Y volvemos a ser tres, como siempre. ¿Ves qué fácil es?
Aquella noche, en la cena, discutiste con tu padre. Tenías prisa por trabajar en el ordenador. Te estirabas la manga de la sudadera para ocultar el tatuaje recién impreso en tu brazo, y te levantaste tan bruscamente que la silla se tambaleó con tu movimiento. A tus dieciséis años lo sabías todo y escuchabas poco.
Amaneció aquel día. Todo ocurrió a cámara lenta para mis sentidos adormecidos, los timbrazos, la policía, las preguntas. Vi a tu padre en la butaca de la sala, con la cabeza hundida en las manos y ahogando los sollozos que le impedían contestar las preguntas del agente. Pasados unos minutos pudo balbucear: "Sí, Andrés Gomar es mi hijo".
Se movían por tu habitación, miraban debajo de la mesa, golpeaban el armario en busca de un escondite. Hablaban de sustancias, entregas, clientes. No tardaron mucho en el registro, tu existencia estaba grabada en la memoria del ordenador. El agente fue delicado y decía: "La juventud, algunas veces.." Te perdiste en un amasijo de otras vidas, de existencias aceleradas, una noche que la moto bailó en una curva.
El tiempo no se detiene, aunque yo quiera pararlo en el acto primero, el final lo conozco demasiado bien. Recuerdo tus momentos de hijo vivo, amable, cariñoso; suspiro, paro, continúo y me hago la pregunta: ¿no éramos bastante felices?