Por Ricardo Gayol García, Abogado
La llegada de Trump a la Casa Blanca ha estado cargada de los impactos negativos que su campaña predecía. No ha habido respiro para los que aún sospechaban que la Presidencia implicaría un cierto sosiego antes de emprender los anuncios catastróficos que venía expresando. Por tanto, es mejor que sepamos bien que esto va en serio y debemos asumirlo con todas las consecuencias.
Hace un año muchos de nosotros pensábamos que era imposible que la democracia norteamericana, muy imperfecta, pero controlada, pudiera producir un resultado tan espeluznante. Era cierto que la candidatura de Clinton despertaba pocas expectativas, pero se la consideraba dentro de una normalidad racional. Sin embargo, este aventurero esperpéntico no nos parecía capaz de romper ese esquema establecido, que impone una trayectoria mínimamente asequible para un sistema de convivencia formal viable.
Pero este verano durante un viaje a Nueva York empecé a salir de esa credulidad convencional. Algunas personas del ámbito hispano en la capital de Occidente me informaron de que las cosas no eran tan simples. Obama fue para muchos un Presidente ajeno a sus parámetros, porque representaba un cambio de paradigma, muy moderado pero alternativo para un país muy arraigado en su dominio del mundo y en su poder económico. Una base social conservadora pero amplia en Estados Unidos necesitaba reivindicar su hegemonía y su bienestar de clase acomodada. El machito americano me decía un dominicano quiere recuperar su predominio como especie y cortar todo avance hacia una realidad plural y una diversidad social coherente con la sociedad americana de hoy.
Regresé a España con una duda razonable sobre lo que podría ocurrir, sin embargo, los excesos del candidato republicano y la tendencia de las encuestas me hicieron pensar que al final prevalecería esa normalidad anodina pero previsible.
No fue así y ahí tenemos a Trump al natural sin edulcorantes ni aditivos, auténtico como él solo.
El ruido mediático orquestado por sus primeras medidas me exime de un detalle pormenorizado de espantos y sobresaltos. Por ello, quiero pensar solo en la manera de hacer frente a esta encrucijada de vértigo y de pánico escénico para el mundo de este siglo XXI desventurado e incierto como nunca.
El primer hito que es necesario oponer a su virulencia nacional-imperialista es la concepción costosa pero inexorable de un nuevo orden internacional. La ONU precisa un cambio copernicano que la convierta en una autoridad democrática mundial, donde desaparezca la fórmula del veto y se erija en un espacio de equilibrio y decisión de las grandes mayorías internacionales y la superación de bloques militares. Si Trump se queja de la gestión de la OTAN, pues que se la coma con patatas y los demás se acojan a un sistema compartido de defensa disuasoria, jamás agresiva, y de intervención humanitaria y pacificadora. Si hay convicción para este cambio, una buena parte de los avatares de Trump caerían por su peso y quedaría sin proyección ofensiva.
Una segunda cuestión sería la democracia como sistema de convivencia. Es imprescindible un nuevo modelo de participación política, que implique a las capas sociales como protagonistas de sus propios procesos de empoderamiento colectivo. La democracia formal ha quedado obsoleta y requiere un baño de inmersión en la base popular sin cortapisas. Por este camino se podrá recuperar la identificación de la gente con el nuevo sistema y sentirlo como suyo para gestionar sus intereses.
Pero no basta con una democracia sana e inclusiva en lo político, urge que la economía se someta al mandato mayoritario como garante de los intereses generales de la población. Una economía social, humanista, ecológica y cooperativa que suponga un freno al capitalismo salvaje y al neoliberalismo determinante de todo el quehacer productivo.
No se trata de mano de imponer un socialismo radical, pero sí de dar un giro social al modelo económico que como mínimo alcance los objetivos de una socialdemocracia coherente como la que arraigó en los países nórdicos a mitad del pasado siglo y que logró importantes cotas de bienestar para su ciudadanía.
Otro aspecto fundamental es la dignificación del trabajo y sus condiciones socioeconómicas. No es posible mantener una democracia viva sin unas relaciones laborales de calidad y estabilidad básicas para sostener un nivel de vida adecuado para la gente.
Por último, el estado de bienestar debe ser el último eslabón que dé soporte a toda la población y asegure un nivel mínimo de vida a cualquier ciudadano, sea cual sea su situación económica, laboral o social. Esta exigencia es la mejor prueba de que estamos en una democracia solvente y suficiente para la sostenibilidad del pacto social.
Por consiguiente, ante un asalto a los valores democráticos y a los derechos humanos como ingredientes de una convivencia social digna, solo cabe explorar una alternativa potente que demuestre la capacidad de hacer otra política y construir otro modelo social justo para fortalecer el sentido igualitario de una nueva humanidad que, aunque sea con grandes dificultades, debe ser la respuesta firme y contundente a la nueva barbarie que se quiere imponer al mundo.