El ámbito de la salud es uno de los más fértiles con los que podemos encontrarnos, tanto en su aspecto científico como social y cultural. Desde una perspectiva vital y simbólica ofrece para nosotros una connotación de debilidad, fragilidad y esterilidad, si atendemos a los aspectos deficitarios o carenciales de esa dimensión vital. Pocas cosas nos hacen sentirnos más vulnerables y limitados que una enfermedad pertinaz y dolorosa. Aunque también es cierto que los momentos de plenitud y salud integral nos sostienen –con su presencia directa y también en el recuerdo- y nos aportan energía y esperanza.

Me parece, pues, que conviene situarse con claridad en el recinto de la inalienable singularidad personal, que es el núcleo de todas nuestras realizaciones. En dicho núcleo se asientan las experiencias afectivas en toda su complejidad y riqueza. Y en el centro de ese núcleo se encuentra el amor de pareja con su densidad de significado y pluralidad de expresión. La clásica y tradicional referencia puede traducirse y ampliarse en realidades de carácter colectivo como “el amor a los demás” o “el compromiso con la sociedad”. No estará de más recordar las dimensiones de esa singularidad personal. Una de ellas es la dimensión religiosa o trascendente, válida para las personas creyentes y para quienes asumen una racionalidad vital de fondo que se consuma en un dinamismo de profundidad y de sentido. Otra es la dimensión horizontal, que articula las relaciones personales de amplio o menor alcance. Y una tercera dimensión es la perspectiva social o de compromiso plural y dinámico con el colectivo humano.

Estas dimensiones encierran a su vez valores que son operativos para la vida personal y comunitaria y que contienen un dinamismo transversal, como son la responsabilidad y el entusiasmo -entre otros-, y que constituyen simbólicamente las luces largas de nuestra trayectoria existencial en una perspectiva de alcance más allá de lo jnmediato y cotidiano.

Las actitudes profundas de serenidad y modestia son el suelo o caldo de cultivo de este dinamismo transformador, a las que siempre acecha la tentación de la mediocridad y la rutina, o de la impotencia y resignación ante el panorama asfixiante de la realidad y el ajetreo de la vida.

Ese panorama nos sitúa muchas veces en las antípodas de una felicidad que dista de ser evidente, pero que dispone de correctivos útiles y de apoyos imprescindibles. Son las que llamo luces largas que penetran en la noche, superando el inmediatismo y la apariencia, entrando en el ámbito de la prudencia y la sabiduría para la vida cotidiana. En esa búsqueda de una felicidad bien definida radica y se desarrolla nuestra esperanza.