Cruzar Irán de sur a norte, por carretera, exige un esfuerzo de paciencia por los controles de policía. El chofer del autobús está obligado a presentar la documentación a los guardias de la revolución, que embutidos en su uniforme verde y con posturas de exceso de testosterona manifiestan una superioridad infantil. Por las ciudades que paso los retratos de los mártires de la revolución dan la bienvenida. No hay una que no recuerde a los soldados que perdieron la vida en defensa de su país contra Irak.
La carretera va paralela a la cordillera de los montes Zagros cuyo paisaje desértico y desolador empuja a la vista a la búsqueda de alguna brizna verde, que aparece allá donde un pequeño riachuelo sobrevive del deshielo y que fecunda la tierra en un campo de pistachos. A su alrededor aldeas de adobe, viven del famoso fruto verde. Como todo trajín tiene su recompensa, oscurece cuando llego a Isfahán.
Por la mañana, cuando me pongo el hijab para cubrirme la cabeza, el sol sale por las crestas de los montes Zador y las palabras del poeta persa Rumi: El auténtico caminante, escucha, pero luego debe comprobarlo todo por sí mismo, me activa a abandonar la undécima planta del hotel.
Los iraníes aseguran que “Isfahán es medio mundo", y lo cierto es que es la segunda ciudad más importante del orbe islámico después de la Meca. Su centro, la plaza Naqshe Yahan, rebautizada de Jomeini, data de 1602, y es una de las mayores del mundo, 510 metros de largo por 165 de ancho. Tiene una arquitectura perfecta, franqueada por cuatro monumentos de excepción: el palacio Ali Qapu, la mezquita Lotfollah enfrente, en un extremo la del Sha, y en otro el portal Qaisarieh que da acceso a uno de los bazares más bellos del medio oriente. La Plaza con sus monumentos es Patrimonio de la Humanidad.
La mezquita Lotfollah, abriga en su interior la sala, conocida como cola de pavo real. El nombre se debe al reflejo del rayo de luz en los azulejos que proporciona tal efecto óptico. Alí, mi guía me cierra los ojos hasta su interior. Cuando los abro descubro una cúpula decorada con azulejos de cerámica de un amarillo intenso que en su parte inferior se encuentran con otros de colores azules, verdes, azafrán, con motivos florales y caligrafía árabe. Un cosmos nuevo se abre ante mis ojos. Las exclamaciones de los visitantes rompen el silencio de la sala. La atmósfera se vuelve irreal, y el tiempo desaparece en su contemplación.
No repuesta de su belleza me adentro en la mezquita del Sha, ejemplo de arte safávida. Su puerta, está enmarcada por dos esbeltos minaretes de más de cuarenta metros de altura, todo ello cubierto por láminas de oro, plata y azulejos de color turquesa. Su rico decorado se repite en los cuatro pórticos interiores, donde es necesario un guía para no perderse por las diferentes salas. Simetría perfecta, refinamiento de arte persa. Camino por sus salas y observo a los fieles que en un inagotable arrodillarse y levantarse elevan sus plegarias a Allah-Akbar. Los hombres en su sitio; las mujeres y niñas, en otro.
Me adentro en el bullicio del bazar. Los olores a cardamomo, canela, pimienta se mezclan con los de las lanas y sedas. El vendedor me da la bienvenida con té recién hecho. Cubre el suelo de alfombras de colores rojos intensos y azules firmamento. La elección es difícil y el pago también. El sistema financiero iraní no admite tarjetas de crédito y solo aceptan pago al contado, pero dólares y euros son bienvenidos. Los escasos turistas vacían sus bolsillos. Los vendedores enseñan miniaturas en hueso de camello con delicados dibujos de pájaros, flores y parejas en actitudes amorosas. Una artesanía que se mantiene desde tiempo inmemorial.
En el bazar, una señora con su chador me ofrecen gaz, dulce típico de la ciudad: pistachos y miel. Tiene una sonrisa cordial, hablamos por gestos, nos damos un apretón de manos,- sujeta el chador con los dientes, pues en las manos lleva la compra- y la veo perderse en las intrincadas callejuelas del bazar.
Llega la noche y vagabundeo por el pórtico del palacio de Ali Qap. Disfruto de una vista espectacular sobre la plaza iluminada. La espléndida cúpula dorada de la mezquita Loftollah, esmaltada con flores y caligrafía árabe. Por el poniente, una luna enorme y blanca va al encuentro de los minaretes de la mezquita del Sha, cuyo resplandor, antiguamente, se podía contemplar a kilómetros de distancia por su altura y el brillo de sus azulejos esmerilados. De la plaza me llegan los sonidos de los surtidores de las fuentes, de los coches de caballos en sus paseos parsimoniosos, la voz del muecín que se desparrama por las cúpulas de la plaza. Una muchedumbre silenciosa acude a la mezquita, a la convocatoria de la oración. Un mullah con su capa marrón y turbante blanco camina altivo.
Acudo a la casa del té que está a la entrada del bazar, subo unos empinados escalones, y accedo a una terraza donde contemplo la belleza de la plaza en su totalidad. Al rato una nostalgia extraña se apodera de mí, no me he ido y ya quiero volver. Sí, Isfahán la mitad del mundo.