Casa de NeguriNunca pensó en ser padre, pero al cabo de dos años ella se quedó embarazada. Francisco, miró al monaguillo que sujetaba las vinajeras con sus enormes ojos negros y pensó de qué color serían los de su hijo.  Acabada la misa,  se dirigió a la sacristía seguido del pequeño ayudante y colgó la estola en el perchero de la entrada.

El jersey de lana gruesa y los pantalones de pana eran su hábito de cura.  Combatían el frío que entraba por la ventanas, casi siempre rotas,  de la parroquia, y marcaban diferencia con las sotanas y  casullas utilizadas por los curas de  Indautxu y Neguri,  barrios de clases pudientes y  mandamases.  Otxarcoaga, no, un barrio con tantas carencias  como escasa la distancia que le separaba del centro de Bilbao, menos de cinco kilómetros.

La tarde que Begoña le habló de su embarazo lo hizo sin aspavientos, con una media sonrisa, recogiendo la estola del perchero y guardándola en el  gran armario. Se lo anunció sin exigencias, como la cosa más natural del mundo, la naturaleza había cumplido  y  ella  se lo decía.   Detrás de sus palabras un silencio quedó suspendido en la humedad de la  sacristía y al rato se oyó la sirena de la Naval que anunciaba el fin de la jornada de trabajo, Tan cotidiano su sonido como las visitas de Begoña a la parroquia  obrera, donde su hermano  había  sido acogido por el cura Francisco al caer en la droga.

El padre de Begoña era un vasco, que pisaba moqueta  en los despachos oficiales  desde que acabó la carrera de economista.  La madre pasaba las tardes con sus amigas en el Hotel Ercilla; el té y una suculenta bandeja de pasteles de arroz mitigaban  la desgracia de un hijo perdido. El matrimonio compensaba su desafección por el primogénito con obras de caridad en su  barrio, y  cuando  Begoña les decía que Otxarkoaga también existía, su padre echaba mano de la chequera, que se convertía en arreglos para el  tejado o bancos para la iglesia de la parroquia.

Begoña le  hizo saber a Francisco que tendría a su hijo, no le dio ninguna opción y que no le pediría nada a cambio. Hacía dos meses que había dejado de tomar la píldora y su deseo de ser madre era una decisión elegida por ella y en libertad, esbozando esta palabra con una sonrisa.  Tantas veces pronunciada por Francisco.

Casi nunca hablaban de su relación,  y sí lo hacían era para recordar  cómo  había ocurrido la primera vez. Francisco hablaba del azar y  sin embargo, para Begoña, nada se movía sin que Dios no lo supiera. Todo estaba escrito y  Francisco se reía: «¿qué tiene que ver, que  una noche con  cuarenta grados de fiebre, delirando,  dijera quédate, quédate, y al día siguiente me despertara abrazado a tu cuerpo?»  Y Begoña  sencilla,  pero segura le contestaba: «Y la siguiente, y la otra, y la otra ….»  Y sus ojos azules se quedaban quietos y luminosos en la sacristía apenas iluminada por la bombilla, que enmarcaba un cutis transparente y claro de  treintañera de Indautxo.

Francisco  no tuvo tiempo de preguntarle nada.  Begoña había reflexionado y  lo tenía  decidido.  Sin embargo, el pensamiento de  Francisco, una vez superada la sorpresa,  voló hacia la figura del obispo, no era mal tipo, pero la última vez que habló con él, le hizo saber de manera contundente  que no le aguantaría más  sus desviaciones de la doctrina de la Iglesia. Francisco  salió del obispado maldiciendo a él y  a  toda la curia.  Encerrados en sus torres no se enteraban de nada, qué sabían de obreros de manos despellejadas, de mujeres con jornadas inagotables, de escuelas con humedades que  trepaban por la paredes, de ratas, de registros de la policía. El obispo ante sus  argumentos le había respondido:  «La revolución se hace en la calle, en la iglesia se ama a Dios».

Dos años de aquella entrevista, y  otros tantos  que Begoña había relajado la tensión que Francisco tenía con el celibato. Atrás quedaron sus placeres solitarios, sus fantasías con las chicas a las que daba la comunión, el desasosiego de la joven viuda buscando sus favores.  Los  encuentros con Begoña  se habían convertido en parte de su existencia, como la misa, la confesión, los encuentros con otros curas obreros, las reuniones clandestinas. Aquella situación entró en el orden natural de su vida.

Francisco  se preguntaba una y otra vez qué  beneficiaba el voto de castidad, a las dificultades de sus feligreses de llegar a fin de mes, al  boca a boca que anunciaba la próxima huelga en la Naval, el acopio de comida de las mujeres para los encierros de la iglesia.  No encontraba la respuesta.  Qué sabían ellos del mundo que hervía a cuatro kilómetros de distancia.

El último encuentro con el obispo no fue mejor que el anterior, al contrario, le amonestó duramente por no saber distinguir entre la vida de cura y de seglar, por utilizar la parroquia a su antojo, y porque sabía, desde su consagración, que había  elegido el cuerpo de la iglesia y no el cuerpo de la mujer, al que se había entregado.  De nada sirvieron los argumentos de Francisco, debía elegir. O la Iglesia  o Begoña.    Desde la enorme cristalera del despacho del obispo, Francisco  vio que el viento del norte movía la rama de los árboles con fuerza, pronto vendría la lluvia.  Las calles de Otxarkoaga se convertirían en lodazales, los niños jugarían en el barrizal que se formaba detrás del barracón de  la parroquia y  las ratas correrían asustadas. ¡Ojala esta lluvia arrasara el obispado!, pensó Francisco.

Eran las siete y la silueta de Begoña con su prominente redondez le esperaba a la salida.  Francisco daba grandes zancadas por el camino de grava del jardín del obispado.  Su  cuerpo vigoroso y fuerte  acogió el de Begoña  que acurrucó la cabeza en el hombro de Francisco y descubrieron  por primera vez el  gozo del abrazo sin ataduras  externas.  Detrás quedaba la imponente  mole de edificio del obispado.

.–¿A dónde vamos?– preguntó Begoña.

– A  la parroquia, con nuestra gente.

–¿Y mañana?

– Mañana, comenzará nuestro viaje a Egipto.

 

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