No resulta fácil reducir los tópicos que acompañan a la Navidad. Es un tiempo que nos invade, que nos dinamiza y a la vez nos paraliza, porque paradójicamente siembra en torno nuestro la percepción de la caducidad de la vida. No hace falta ponerse trascendente para ser consciente de los contrastes que envuelven a este tiempo de Navidad: la alegría y la nostalgia, la euforia y la melancolía, el bullicio y la fiesta sosegada.
Porque también es indudable –o debe serlo- que el clima de la Navidad supone una ráfaga de luz entre los jirones de hostilidad y de agresividad que desde tantas partes nos acometen. Un mundo hosco y violento, un enjambre de negatividades frente al que hay que desplegar una estrategia de complicidad con los valores de fondo que conviene preservar y cultivar activamente.
La creatividad, la claridad y la lucidez serán nuestros puntos de apoyo, que nos preparan para responder con sabiduría a las preguntas esenciales de la vida, a combatir con elegancia su precariedad e insuficiencia, también a potenciar la reciprocidad e implicación cálida y cordial en el tejido de hechos y personas de nuestro entorno. La negatividad y la positividad libran una batalla crucial en nuestra vida y la determinan por entero.
El brillo de la Navidad es el mejor correctivo para templar la apatía del corazón, para superar esa indiferencia generalizada hacia cosas y personas que a veces nos consume, para corregir la falsa “equidistancia” que en realidad no es sino un conjunto de asepsia, languidez y egocentrismo.
La aceptación de nuestra debilidad forma parte asimismo del cortejo de la Navidad, derivada de la sencillez y pobreza de Belén. Y es la puerta abierta a la concordia, al diálogo, a la transparencia. Compartir con los demás el cansancio y la alegría, cultivar afinadamente nuestra emotividad son también luces que la Navidad nos trae.
Acaso estas reflexiones sean demasiado especulativas o moralizantes. Podemos acudir entonces a las vibraciones de nuestro corazón, al ancho espacio de los sentimientos, al ritmo exterior e interior de las cosas, y desearnos desde ahí la paz verdadera, la alegría y la tolerancia. A estos tiempos duros cabe oponer la suavidad y la benevolencia, la comprensión y la misericordia, las actitudes combativas que construyen una sociedad mejor.
Con estos sinceros propósitos os deseo una Navidad auténtica, sin adjetivos, desnuda y arraigada en la esperanza.