Pienso que la belleza es uno de los componentes sustanciales de la vida. Pero existen muy diversas clases de belleza, con toda su carga de matices y perspectivas. La belleza de un rostro, de un paisaje, de una música acariciada, de un poema, de un pálido amanecer, de un silencio reconfortante, de un gesto sin palabras, de la caricia del sol y de la brisa, de un fulgor en la oscuridad de la noche, del lenguaje de las manos, del sosiego interior.
Nuestra sociedad hosca y violenta está particularmente necesitada de una belleza que alivie y cure las heridas del malestar, de la indiferencia y la desidia, que suavice las aristas de la vida, que nos sirva de cobijo en la compañía y la ternura de los demás y de nosotros para con ellos.
Porque existe también una belleza moral, cargada de valores positivos y que nos ayuda a navegar con dignidad en el curso de la vida. Cuando digo esto no pienso precisamente en el ruido de los días de Semana Santa -aparte del placer del descanso- en los que escribo: playas abarrotadas, carreteras atascadas, procesiones y otros actos religiosos, televisión con películas de romanos… Me refiero más bien a lo que asocio con la mirada limpia y penetrante de algunas personas, a los empeños de bondad y solidaridad que se esconden en tantos rincones del mundo, a la humildad silenciosa y bienhechora de gente sin especial brillo ni resonancia cuya tarea en la vida es más iluminar que deslumbrar. Todo ello configura un estilo de ser y de estar que se propaga y nos contagia.
La belleza moral es probablemente un concepto demasiado abstracto, pero que puede traducirse con holgura y precisión al lenguaje cotidiano, al ejercicio de aliviar, acompañar, estimular, compadecer… Al hablar de ello siempre pienso en rostros y acciones concretas que me sirven de referencia y que son las mismas -entre otras muchas- que nos ayudan a vivir con más calidad y sentido.