En Mayo del 67, Felix tomó un avión y fue a la casa de su padre en Moscú. Se había documentado tanto sobre la ciudad que antes de que el autobús pasara por los monumentos más importantes, ya lo sabía de antemano. Estaban cerca del Teatro Bolshoi, donde se bajaría para ir al Archivo de la Comintern. Allí se guardaba el listado de los rusos, que fueron a combatir en la guerra civil a favor de la Segunda República. Miró por la ventanilla y vio que el viento rizaba el agua del Moscova. Como cuando sopla el cierzo en Zaragoza, pensó.
Se bajó del autobús y entró en el edificio, no sin antes quitarse la boina. Se acercó al policía de la garita, cuyos cristales tenían tanta mugre que no permitían ver su interior. Le indicó que el archivo de los combatientes estaba en el primer piso. Quería asegurarse de que su padre vivía en la misma dirección de la última carta que había recibido su madre, hacía dos años.
Fedor Gogorov llegó al frente de Belchite a finales del invierno del 37. Pertenecía al grupo de asesores rusos para el diseño del ejército de la República. Los alojaron en una casa, a las afueras del pueblo, que pertenecía a D. Florencio Gómez, próspero agricultor de la zona, que desde el primer momento se posicionó a favor del gobierno de la República. «Los rusos», como así los llamaban en Belchite, una vez instalados en la casa, pidieron un ordenanza que transmitiera sus necesidades de intendencia a la oficina de abastecimiento. Florencio propuso a su hija para realizar el trabajo. Desde entonces, cada lunes, Manuela, de dieciocho años y caderas ondulantes, se acercaba a la casa de las afueras para recibir la lista de alimentos que necesitaban los rusos. Cuando la muchacha se iba, los ojos azules de Fedor miraban a Manuela por la ventana hasta que se perdía en el horizonte. Sus caderas parecían caminar al ritmo de morse tac-tac-tac-tac. Fedor, a sus veinticinco años, era el jefe de los telegrafistas de Belchite.
A finales de junio, un lunes en que el peso del calor estremecía las calles de Belchite, Manuela llegó a la casa de las afueras, se sentó en las escaleras de la entrada y con un pañuelo empezó a enjugarse el sudor del cuello y sobacos, mientras aireaba su falda para aliviarse del calor. Las contraventanas estaban cerradas, y una luz ardiente iluminaba el pelo de Manuela que caía perezosamente sobre sus hombros. Fedor, que la miraba desde detrás de la puerta entornada de la sala, sintió uno impulso irresistible de rodearla con sus brazos y retenerla al igual que el sol le apresaba en aquella planicie baldía. Se acercó a Manuela, y en un castellano perfecto, le dijo que pasara a la sala. Había una mesa enorme llena de documentos y planos, en una esquina estaba el servicio de telegrafía y en el lugar más fresco de la misma, unos camastros que acogían los cuerpos de los rusos en las horas abrasadoras del mediodía. Los ojos de Fedor se dejaron caer por el cuello de la muchacha, hasta donde una medalla se perdía en su pecho. Félix fue concebido un lunes sobre un camastro mientras la máquina emitía sus mensajes, tac- tac- tac tac. Ese día, al verla marchar, Fedor notó que las caderas de Manuela no se movían al ritmo del morse y una mirada sombría cubrió su rostro. Unas semanas después Belchite se llenó de bombardeos, fuego, huidas y desolación .
En el Conmitern le informaron de que su padre seguía viviendo en la dirección de la carta de su madre y se dirigió a la casa. Antes de entrar en el bloque de su padre y recostado en una pared, respiró hondo, el corazón le golpeaba el pecho. Dejó pasar unos minutos y entró al portal que olía a frío y humedad. Conforme subía las escaleras el olor a berza agria se hacía más espeso. Llamó a la puerta y un hombre al que el esqueleto le pesaba, pero todavía fuerte y con unos grandes ojos azules detrás de unas gafas metálicas, le abrió la puerta. Se estrecharon la mano y le indicó un estrecho pasillo que al final daba a una habitación pequeña. Félix, a sus treinta y cinco años, se encontraba por vez primera con su padre, un superviviente que le ofrecía una taza de té, y que con un fuerte acento le dijo: «me alegro de que hayas venido». Una larga hebra de lana le caí del codo agujereado del jersey.
Félix le enseñó fotos de su infancia y adolescencia en Zaragoza, a través de las cuales le mostraba su vida y la de su madre, cuya cara ya dibujaba la ausencia de Fedor. Aquella tarde, y las seis que siguieron, padre e hijo llenaron los huecos del relato de sus existencias. En una de ellas, Fedor le dijo que el presentimiento de que Manuela estuviera viva nunca lo abandonó. Aquellas caderas ondulantes, no podían dejar de serpentear por la vida.
Llegó el día de la despedida, dibujaron un próximo encuentro, quizá en la primavera. Se abrazaron, y Félix sintió el cuerpo de su padre como el de una estatua que empezaba a resquebrajarse, a la manera de las ruinas de Belchite cuando las visitó por primera vez.