Recuerdo el sugerente título de un libro del escritor colombiano Juan Gabriel Vasquez que obtuvo el premio Alfaguara de novela de 2011: El ruido de las cosas al caer. Lo usaré únicamente como referencia simbólica para esta breve reflexión.
El contraste y el equilibrio entre el silencio y el ruido tienen algo de dialéctico. La excesiva repetición de esta fértil y ambigua pareja (silencio y ruido) les ha conducido hasta el tópico. Pero existe otro término que suaviza las aristas y desemboca en la templanza: es la palabra, sin la cual el ruido y el silencio pueden convertirse en burdas y parciales caricaturas de la realidad. Bajo este tríptico –ruido, silencio, palabra- nos cobijamos placenteramente, como si se tratara de una sombrilla benéfica que nos defiende del ardor del sol con un breve y fresco espacio de sombra.
Pero debemos escucharlo todo: el silencio, el ruido, las palabras. El ruido de las cosas se atempera con la penumbra del lenguaje; las voces y los gritos huyen ante la penetración del silencio; los corazones sensibles se conmueven con el esplendor y la miseria del mundo, acaso también con la belleza de Dios.
Las cosas no se instalan solo en el reino de lo material. El ruido de la creatividad se compagina con el silencio de la fertilidad, la imaginación cede el paso al coraje y al compromiso, los juegos de palabras adornan el lenguaje y la poesía de la vida, el pensamiento abstracto es compañero de la plasticidad, la inacción es enemiga de la ciudadanía, la niebla de la memoria obstruye la esperanza del futuro, la melancolía se corrige con el aroma y el colorido de las flores, el ansia de plenitud desplaza al negativismo de muchas actitudes…
Todos estos son los ruidos de las cosas que nos molestan y nos acarician, que nos destemplan los nervios y nos sosiegan el alma. Son los ruidos de las cosas al caer, al nacer, al crecer, al morir.