Las banderas negras se aproximaban. En cuatro días llegarían a la aldea. Avanzaban sin encontrar resistencia. «Vete Omar, vete, el destino de los pobres es huir», le decía su madre muchas veces. No tuvo elección, los Toyota conducidos por los nuevos amos avanzaban por el desierto.
En la noche escogida, sin luna llena y un cielo de pequeños espejos Omar esperaba al autobús. Afuera las palmeras balanceaban las ramas ajenas a los miedos de los moradores de la aldea. Se acercaba la hora convenida, las dos de la madrugada. Afinó el oído. El crujir de las piedras bajo las llantas del autobús anunció su presencia.
Su madre le entregó un paquete del que se desprendía un suave olor a queso de cabra. Lo metió en la mochila. Se despidieron sin llorar y solo se dijeron: Allah akbar. De otras casas salieron sombras humanas que subían al autobús sin mirarse unos a otros. La vergüenza de la huida.
Omar colocó la mochila debajo del asiento. No sabía cuantas horas llevaba de viaje cuando de repente el autobús chirrió y enseguida frenó. Se despertó, pegó la nariz a la ventanilla y vio unos troncos de madera, que cruzaban la carretera de un extremo a otro. Unos soldados con uniformes verdes y rifles avanzaban hacía al autobús. Eran del ejercito argelino. Les hicieron bajarse y los colocaron en fila con las manos detrás de la cabeza. Inspeccionaron el autobús, y el olor del queso les llevó a la mochila, donde encontraron el libro, El extranjero.
Se hicieron señas entre ellos. Se acercó el que parecía estar al mando de aquella unidad de control. Olía a hachís y unos profundos surcos negros en sus ojos le endurecían la cara.
–- ¿Quien te dio este libro?
– Lo cogí de la biblioteca de Tamanrasset.
– Es de un traidor. Quien lo lee también lo es.
Omar no quiso decir que se lo había dado la maestra: «Ten, para que conozcas a otros argelinos. Camus amaba a su país. Te gustará «
– No, no lo sabía –contestó Omar al jefe.
El cabecilla de los soldados cogió el libro y lo tiró a una pequeña fogata. Les dejaron pasar tomándoles sus nombres. Subió al autobús y sintió crecer dentro de sí un llanto repentino. Por su madre, por la maestra, por lo que se quedaban solos, y le asalto el miedo de no volver a su país, a su casa.
Caussin merodeaba por el andén. Cabeza rapada, pantalón y botas militares. A sus veinte años acumulada varias condenas por robos Se movía al son de la música que llevaba en los auriculares. Entonces lo vio, árabe, joven. Llevaba unos papeles en la mano. «Uno de esos que quitan el puesto de trabajo a los franceses», pensó. Omar esperaba el autobús que le llevaría al centro de Marsella. Tenía la documentación preparada para presentarla en el liceo y optar al nuevo curso que acababa de empezar. Mordía el hueso del dátil que su tio Yussuf le había dado en el desayuno. Cuando entregara los papeles en el liceo iría al puerto y contemplaría el mar como hacían tantos compatriotas. En la otra orilla, a lo lejos, estaba Argelia. Los días sin bruma parecía tan cerca, casi a un par de brazadas.
El reloj de la estación de Marsella dio las ocho de la mañana, en cinco minutos el autobús haría su aparición. Hacía un mes que no sabía nada de su madre. Sentado en un banco de la estación empezó a hacer proyectos: dos años para el titulo de electricista y otro para traer a su madre. Sin saber cómo le vinieron las primeras frases del libro de Camus: «Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo …». Abandonó sus pensamientos, levantó la mirada y vio a Caussin.
– ¿De donde eres?
– De Argelia
– Entonces eres un cerdo argelino- y escupió al suelo
Omar trató de levantarse pero Caussin le dio un empujón que le golpeó la espalda contra el banco. El tío Yussuf, el liceo y su madre se tambalearon como sacudidos por la tierra. Se quedó quieto. Miró a Caussin con deseo de hablarle, cuando este le descargó un puñetazo que le dobló en el banco. La cara le ardía. Trató de guardar los papeles en el bolsillo de la sudadera. De repente, un cuchillo rompió el aire. Omar se levantó y cuando el arma de Cassin iba a hundirse en su pecho le asestó un puñetazo al cuello. Fue un golpe preciso en la carótida. Caussin se arrodilló con los ojos en blanco y cayó al suelo bocabajo. No se movía. El cuchillo rodó por el pavimento de la estación. Omar se sentó en el banco y con la documentación del liceo se tapaba la cara. Esta vez no huiría. El agente de policía así lo encontró. No opuso ninguna resistencia. De los auriculares de su agresor brotaban las estrofas de to kill an arab (1) que golpearon el cuerpo entero de Omar. Supo de ella cuando llegó a Marsella. Habían pasado seis meses.