Llamé a mi amiga Alfonsina para ver si quería venir, ella, siempre alegre y atenta declinó la invitación, me confesó que no tenía cuerpo para martingalas llenas de desafecto. Estaba apenada por el rumbo democrático, pensaba que sin los calores y colores de los partidos la democracia hacía aguas. Comprendí su indignación y me fui solo, paseando, en busca de…, no sabía exactamente que.
Llegamos y nos perdimos entre la multitud, preguntamos a unos y a otros dónde, en qué lugar se ubicaba el centro, el más sagaz, un gallego chungón, nos dijo que el centro de la plaza de Colón era la L y Nicolás se la tuvo que tragar y explicar que el centro que buscábamos era el lugar de la equidistancia entre lo ideológico, lo pedagógico, lo sociológico y lo lógico, el punto exacto donde no existe ninguna atracción de intereses crematísticos o de poder, ninguna pasión nefanda, solo la reflexión sin tiranías partidistas, solo la indignación reflexiva y contundente, solo la pasión decidida en base a unos intereses comunes. Nadie le supo contestar.
Nicolás me dijo que si aquello no me recordaba a un nuevo Zugarramurdí, según su opinión era el principio de una quema de brujas y, continuó con sorna, la caza de brujas comienza por el miedo de los impulsores, reímos por la ocurrencia.
El frenetismo seguía, la vorágine, en forma de máximas sin base y verdades a medias, se alzaba en la megafonía que copaba la plaza, y mientras tanto, los dos, seguíamos buscando machaconamente la L, la L de lógica, pero solo encontrábamos la L de lapidación.
El evento concluyó y decidimos abandonar la feria de las exaltaciones zafias pero algo nos detuvo, era una bandera, una sola y modesta bandera que se sentía humillada, vejada, vendida a la sinrazón, le preguntamos por su situación y nos habló de su conciencia y moral, ella solo pretendía una cosa, evitar el desastre, pero se encontró en medio del caos, quería irse, nos dijo, pero no sabía como huir de ese lugar, estaba bien sujeta, mareada de tanto movimiento que acompañaba al griterío, nos dijo que nada podía hacer, si se iba la tacharían de indecente, ella se veía frente a su propio abismo, y todo, siguió diciéndonos, por la apropiación partidista de los colores. Los salvapatrias, ironizó, nos enarbolan como si fuéramos de uso exclusivo de una idea, de una marca. Nicolás, siempre sabio, entró de lleno en el tumulto gritón y sin saber muy bien como, se hizo con la bandera, la guareció entre su ropa y sin decirnos palabra alguna salimos de aquella hoguera de insultos.
La bandera se sintió congratulada por el hecho, que determinó como heroico, Nicolás la dobló y la guardó en el bolsillo, ella le pidió que le prometiera una cosa, él aceptó. La bandera quería no volver a sufrir maltrato alguno, le molestaba que se la colocara en los balcones durante meses y meses, eso solo podría acarrear la desaparición de sus colores primero y luego la destrucción del tejido con el que estaba hecha, que a su entender, era lo mismo que perder su identidad. Se indignaba cada vez que veía sus colores en la culata de una pistola o de una defensa, en el collar de un perro o en los calzoncillos de un chalado, pensaba que ella representaba cosas más serias y sensatas.
Fue, la mañana del domingo, algo entrañable para los tres: la bandera, Nicolás y yo.