Cuando Gregorio Samsa, llegó era noche cerrada. No pudo entrar en su casa porque su hermana atrancaba la cancela pasadas las once de la noche, y bien sabía que con la transformación que había experimentado, llegaba tarde a todos los sitios.
Le dolían las piernas al transportar el enorme bulto que le había salido en la espalda hacía dos meses. Lo recolocó en el espinazo y deshizo una mueca de dolor.
En la calle, Gregorio sintió que la niebla que venía del Moldava comenzaba a desdibujar los límites. Miró a su alrededor en un intento de percibir algo y le llegaron las campanas del reloj del Ayuntamiento Viejo. Eran las doce de la noche. Respiró hondo. Una farola emitía una luz ambarina que daba un ambiente medieval al callejón. Oyó un gruñido. ¿De donde venía? Avanzó con dificultad y vio un hombre, contrahecho, de baja estatura y fuerte complexión. Un pelo enmarañado acentuaba su aspecto grotesco. Se movió y Gregorio pudo ver una mirada al acecho, dispuesta a dar un salto al menor peligro. Se miraron en silencio. La espalda coriácea de Gregorio brillaba en la oscuridad. La del jorobado sobresalía por el hombro que de un salto se subió a un tilo y retozaba entre las ramas como si fueran las gárgolas de una catedral. Y de un brinco se puso de pie delante de Gregorio.
Se llamaba Quasimodo y le contó que había sido campanero de Notre Dame hasta que el deán le expulsó para colocar a un sobrino. Había vivido años en las torres de la catedral y brincaba entre ellas al igual que una ardilla por un árbol. Tenía intención de trabajar en el circo y Praga tenía fama de buenos saltimbanquis.
Gregorio le confesó que antes de su transformación era un ser normal. Casi normal. Hacía dos meses se había despertado con el caparazón sobre su espalda.
–Me pesa y llego tarde a los sitios. Todo ha cambiado a mi alrededor, excepto Felice. Es mi novia y me ama a pesar de mi aspecto. Un bufido de alborozo salió de la boca de Quasimodo que repetía: Esmeralda, Esmeralda. Cogía a Gregorio en sus potentes brazos y le subía y le bajaba por el haz de luz de la farola. La fortaleza física del hombre compensaría su debilidad, pensó Gregorio y él le ayudaría en su inexperta vida en Praga.
Un viento helado que venía del río le penetró el caparazón. Con el frío el bulto le pesaba más y le propuso ir a casa de Felice. Las firmes zancadas de Quasimodo le dieron seguridad y se olvidó del ser inferior en que se había convertido. Lo celebró pasándole el brazo por la joroba y los ojos de Quasimodo le respondieron desde una oscuridad brillante y revelada.
El bulto impedía a Gregorio estirar los brazos y no alcanzaba a tocar la campana de la casa de Felice. Quasimodo subió al muro de un salto y unos sonidos nunca arrancados hasta entonces salieron del pequeño badajo. Felice escuchó el eco de amor que salía del bronce y abrió la puerta. Es mi amigo Quasimodo. Y dos espinazos maltrechos subieron las escaleras. En el último tramo el jorobado cogió a Gregorio por los hombros y lo llevó hasta la entrada. Se instalaron en la gran cocina y Felice sacó unos pasteles de carne de cerdo que acompañaron con unas cervezas. El reloj del Ayuntamiento daba las tres de la madrugada.
La mañana siguiente amaneció el día claro y despejado de niebla por el viento. Un tropel de gente se agrupaba delante de la casa de Felice. Tras un gran ventanal contemplaban a un hombre con una joroba que le sobresalía por el hombro, era deforme y daba brincos por doquier; otro con un enorme caparazón en su espalda que se sostenía torpemente le aplaudía con gozo, y entre ellos una muchacha de largos cabellos rubios, les sonreía y palmoteaba. Se entrelazaban las manos y daban vueltas, y danzaban entre aplausos y risas. La joven de tez transparente besaba a uno luego a otro. Miraban al exterior y saludaban a la gente arremolinada.
Hay que llamar a la policía, es una vergüenza. Dijo un transeúnte. Son el diablo. Exclamó otro. Las campanas de la catedral de San Vito atravesaban el Moldava y llegaban al callejón de la casa de Felice. Quasimodo salió repentinamente al exterior. Se tapaba las orejas. La campana aguda entró en competencia con la grave y emitían un sonido desordenado. Un coche de policía se detuvo. Quasimodo iba de un lado a otro de las escaleras, quería parar el tañido que le trastornaba. Y un ruido seco salió de la pistola del agente. Quasimodo cayó por la escalinata. Gregorio fue a su encuentro, le cogió la cabeza y se la acercó al pecho. Felice corrió hacia sus amigos, se arrodilló y extendió los brazos sobre los cuerpos como un ave con sus polluelos y oyó decir a Quasimodo: Esme-ralda. Esme-ralda.