Por estos días se conmemora la muerte de alguien que se convirtió en poema desde muy joven. Nació y murió en abril, llegó un 21 y nos dejó un 17 de hace trece años, su nombre fue el de Rosario, Rosario Sánchez Mora.
Aún hoy podemos oír su voz a lo lejos, frente a la Cibeles: ¡Tabaco rubio!, ¡puros habanos!. Así comenzó a ganarse el pan, con el tiempo logró vender tabaco en un estanco.
¿Cuántos sesentones vallecanos la habrán comprado tabaco en su juventud sin saber quién era? Era Rosario, “La dinamitera”. Era historia viva encerrada en un estanco, entre habanos y celtas. Caldo y Chesterfield.
Rosario dinamitera
sobre tu mano bonita
celaba la dinamita
sus atributos de fiera.
Nadie al mirarla creyera
que había en su corazón
una desesperación
de cristales, de metralla
ansiosa de una batalla,
sedienta de una explosión.
Todo comenzó un 19 de julio, iba todas las mañanas a aprender costura en la Casa del Pueblo, cerca de la Universidad Central de San Bernardo, cuando llegó al local se enteró que pedían voluntarios para defender Madrid, ella se apuntó, la metieron en un camión y la dejaron en Somosierra. Tenían que defender el agua que llegaba a Madrid, había posibilidad de que las tropas sublevadas la envenenaran o cortaran el suministro a la población. Mola mandaba un grupo de militares junto a voluntarios requetés y falangistas, que no eran militares. La lucha se enconó cerca de Lozoya; voluntarios civiles que defendían Madrid enfrentados a voluntarios civiles que defendían la sublevación.
Una día ocurrió la desgracia, aunque solo perdió la mano.
De alguna forma, esa historia llegó a los oídos de Miguel Hernández y este la convirtió en historia de guerra con su poema.
Era tu mano derecha,
capaz de fundir leones,
la flor de las municiones
y el anhelo de la mecha.
Meses después Miguel y ella se conocieron en Madrid, cuando Chacha, así la comenzaron a llamar en Somosierra, trabajaba como telefonista, el poema ya había sido publicado en el periódico “El Socorro Rojo”, y estaba dedicado al amigo, quizá el único amigo de Miguel, Vicente Alexandre.
Meses después se volvieron a encontrar los dos, tuvieron ocasión de leer en la Unión Radio, en la Gran Vía, hoy la Ser, ese poema, su poema.
Su vida coincidió en otro último momento con Miguel, esta vez en la distancia.
Sí, el mismo día que Chacha abandonaba el penal guipuzcoano de Saturrarán, en Motrico, el poeta moría en la cárcel de Alicante a causa de una tuberculosis que no se le quiso tratar hasta pocos días antes de su muerte.
A partir de aquel día comenzó una nueva lucha, una triste pena que le hizo aprender a llorar para dentro. El que fuera su marido desapareció, no murió, supo tiempo después que inició una nueva vida tras la depuración que hicieron los que la ganaron. Chacha tuvo una hija de esa relación. Tras mucho esconder las penas y el hambre logró vender tabaco de estraperlo para subsistir. Dejó de ser la memoria de un pueblo hecha poema, vivió escondida para que nadie supiera sobre su pronunciamiento democrático.
Años más tarde logró vender pólizas del Estado, sellos y tabaco en un estanco. Los retoños nacidos en la intransigencia y la barbarie no sabían quién era cuando le compraban, Peninsulares, Bisonte o cerillas; siempre jugó con fuego. Se convirtió en parte de los residuos que crecen del silencio tras perder una guerra.
Años más tarde, cuando ya había muerto, me comentaba uno de esos niños, Isidoro, compañero de fatigas y desdenes en la sanidad pública madrileña, lo que había supuesto para él, el hecho de saber que aquella estanquera de Vallecas, era historia viva de un pueblo, alguien que defendió con solo 17 años los intereses de todos los no sublevados, que solo perdió una mano y una vida con esperanza de futuro. Nunca pudo ser costurera ni modista, solo una modesta estanquera en Peña Prieta.
Isidoro, me lo decía muy dolido, opinaba que le habían secuestrado la otra parte de la historia de España y, por tanto, había que hacer un esfuerzo por rescatarla y visibilizarla.
De ahí este humilde recuerdo a alguien que formó parte de una juventud rota por la guerra. A todas ellas, a todos ellos, con mucha pena.
¡Bien conoció el enemigo
la mano de la doncella,
que hoy no es mano porque de ella,
que ni un solo dedo agita,
se prendó la dinamita
y la convirtió en estrella!
Miguel Hernández