Se habla frecuentemente, en público y en privado, del “retorno a la normalidad”, aunque no se explique muy bien en qué consiste concretamente dicho retorno. En un nivel aceptable de salud pública, probablemente, o en la implicación personal de cada uno de nosotros en las causas comunes. Y en el brillo cotidiano del humor, del amor y de la alegría, por supuesto.
Los últimos largos meses han sido un ejercicio intenso y penetrante de la anomalía, de la excepción, de lo raro y distinto. También de la soledad en compañía, de la comunicación en sus distintas formas, de los sobresaltos de la felicidad entreverados por los gritos y susurros de la desesperanza. Y la apuesta tibia o brillante por la fraternidad y la solidaridad, por la plena ciudadanía entre la selva tupida de violencias, agresiones e intereses personales o políticos. El tiempo pasado y presente es un denso claroscuro con más sombras que luces, pero en el que queremos mantener abiertas las dimensiones luminosas de la paciencia y la esperanza, el sentido regenerador del sufrimiento personal y colectivo. Un tiempo apto para hacer el inventario de logros y fracasos, como un equipaje de vacaciones donde caben los instrumentos cotidianos y los valores morales, la amistad y la belleza. Al final del verano deshacemos la maleta pero hemos construido una parcela nueva de realidad y de creatividad.
El equipaje de verano puede ser un ensayo general o una referencia simbólica para el retorno a la normalidad, tan deseado como difícil y casi impensable. Un regreso a aquello que necesitamos para vivir en plenitud. Un repliegue sereno desde la vitalidad original hacia un remanso de sosiego. Un reparto equitativo en nuestra identidad personal entre la racionalidad activa y la emotividad profunda, el pensamiento equilibrado y la cercanía del corazón.