La tarde que le dije a Eugenia “no quiero salir más contigo”, el otoño ya era una realidad en Madrid. Llevábamos saliendo dos años. Sus padres tenían una tienda de ultramarinos en la misma plaza donde estaba el despacho de mi padre. Atendía a los clientes con una sonrisa amable, hablaba como en un susurro y cogía los albaricoques, con sus largas manos, como si fueran piedras preciosas. Toda ella despertaba mi corazón y me olvidaba si eran naranjas o plátanos lo que iba a comprar.
Eugenia tenía los ojos diferentes no como los demás mortales, sino de diferente color. Cuando gané su confianza le cantaba en el ojo izquierdo, que era azul “Lucy in the sky”, y en el otro color avellana con chispas verdes, me sumergía en desiertos de países lejanos.
Mi madre no era de las que se amilanaba y sus ataques a Eugenia eran incesantes. “No es una chica de tu posición hijo”. “Su padre es un tendero, y mira el tuyo“. Lo último que recuerdo de ella es su mirada de tristeza y desilusión en sus ojos desiguales, cuando bajo su paraguas rojo le dije las cinco palabras que cambiaron mi existencia.
La culpa y la ausencia de Eugenia en mi vida me atenazaron como una cuerda que no lograba desatar. Deambulaba por la noche, en un itinerario de salones de billar de barrio y antros nocturnos. Los gin-tonics, y los estupefacientes se adhirieron a mi cuerpo como una costra que me ocultaba la realidad de mi estado. Empecé la facultad para seguir la estela de mi padre y el bar y las partidas de mus fueron mi aula de formación. Mis amigos de estudios me acompañaron hasta que mi padre, al cabo de tres años de dar tumbos me dio un ultimátum y se negó a financiarme.
Pasaron los años, y cambié los estudios por un trabajo de reponedor nocturno en un gran supermercado, que me empujó a vivir en un barrio donde finalizaba la línea del autobús. Una vez que me acerqué a la casa de mis padres le pregunté al quiosquero de la plaza por Eugenia, me dijo que se había ido al extranjero al acabar los estudios y que luego sus padres cerraron la tienda. No le pude sacar más información.
Ahora con treinta años, me paso las tardes tumbado en la cama a la espera de la llamada del Hospital para la cita de la operación de pulmón que nunca llega. Cuantas veces he deseado volver a aquella tarde de llovizna y niebla, y no logro entender qué clase de rabia pudo llenar mi mente para verter sobre Eugenia aquellas cinco palabras aderezadas de vagas excusas para justificar mi comportamiento. La vida no me dio nunca la oportunidad de pedirle perdón por mi crueldad. El tiempo me ha hecho ver que el modesto letrero de “Ultramarinos” que colgaba en la tienda de los padres de Eugenia, me ofendía al llegar a mi casa y ver la reluciente placa de mi padre: “Notario, 1º C”, en la entrada de un portal inundado de luz.
Sé que los sedantes enseguida harán su efecto, la suave luz del quirófano me ayuda a adormilarme. Veo un grupo de batas verdes que hablan entre sí, hago un esfuerzo para tratar de oírlos. Una de esas batas se acerca. Quiero incorporarme, de la mascarilla sobresale un ojo izquierdo azul y el derecho de color avellana en el que fogonean unas chispas verdes. Su mirada burlona me penetra profundamente y no me gusta nada. Balbuceo un “per.. per… don…” que se queda sellado en mis labios.