Eran amiguitos desde pequeños. Jugaban juntos, primero, en la puerta de sus casas que eran vecinas en el pequeño pueblo montañés, uno típico del norte con un par de cientos de habitantes que se conocían y ayudaban cuando algo desagradable le ocurría a alguno de ellos. Y la presencia del mar tras el acantilado lo requería a veces.
Luego, al crecer, los dos niños se convirtieron en una pareja de muchachos de espléndido porte. Ella, mostrando ya la belleza incipiente y la lozanía que promete la hermosura de una tierra pródiga con las mujeres. Él, con la gallardía que una vida en contacto íntimo con la naturaleza dota al hombre de la apariencia más vigorosa. Y, lógicamente, el amor surgió sin trabas entre ellos.
-Y cuando yo tenga los veinte, convertido en un marinero de galones, regresaré a por ti para casarnos y llevarte conmigo alrededor del mundo. ¡Lo juro, por esta! Y se besó los dedos de la mano derecha en cruz.
-Y yo te esperaré, queriéndote incluso más que ahora aquí, para irme contigo alrededor del mundo. ¡Lo juro, por esta! Se abrazaron, aún con cierta inocencia, y un beso selló el juramento.
Al cumplir los diecinueve, Gustavo se enroló en el “Madre de Dios”, un barco de carga en ruta a las Indias como agregado con diploma de suficiencia y se despidió de ella en el embarcadero del puerto costero al que Constancia acudió para darle el beso de buena suerte cómo hacían todas las mujeres de los marineros de aquella tierra cántabra.
-¡Volveré a por ti!… tú espera mi vuelta, son solo un par de años de marear hasta tener algún galón aquí -se señaló el hombro izquierdo-, y te embarcaré para dar varias vueltas al mundo juntos.
-¡Vuelve a por mí!, yo aquí estaré hasta entonces, contando las horas para verte llegar por el Camino Viejo con esos galones ahí. Y le señaló el hombro derecho.
La sirena del vapor de dos chimeneas sonó tres veces y la maniobra de desatraque se inició lentamente. Las manos se agitaron en el aire para despedir a los que se iban y en la cubierta que se alejaba igual para los que se quedaban. Seguramente en ellos dos los corazones batían la sangre mucho más rápido que las manos contra el cielo.
Él repetía aquel juramento en cada ocasión en que sus duras tareas lo permitían y daba al correo sus cartas en los puertos a los que llegaba: “No olvides nuestro juramento”, se despedía siempre en ellas.
Pasaron deprisa, seguramente más lentos para ellos dos, un par de años y Gustavo era ya segundo piloto de puente con un par de galones estrechos en las hombreras y decidió volver a cumplir su promesa, juramento, mejor.
A bordo del “Terra Ignota”, un carguero de buen porte y reciente botadura, Gustavo se enrola para su regreso a las bellas costas que le vieron nacer y le hicieron marino. Pero él solo piensa en Constanza, que le espera impaciente.
Esa mañana, estando en cubierta para supervisar la carga de coches que va a transportar el mercante, Gustavo observa el izado del último todo terreno y observa que un tirante de la grúa a bordo vibra demasiado y corre hasta el lugar en el que un marinero espera el descenso del vehículo.
-¡Fuera! -grita-… ¡fuera! -repite haciendo señales al que está abajo para que se quite de ahí.
Al llegar cerca, un chasquido como de un disparo de cañón retumba en el aire y el vehículo se vuelca del lado en que el tirante se ha roto. Los otros agarres de seguridad lo mantienen en el aire oscilando como un péndulo. Pero…
Pero el cable roto, como un látigo enloquecido, se cierne sobre las cabezas de los hombres y cae sobre los hombros del segundo piloto de cubierta destrozándole el pecho que queda muerto en el acto.
Cuando, dos días después, el “Terra Ignota” llega al puerto de destino, en el muelle, esperando al segundo piloto de cubierta, está ella.
El primer oficial desciende primero y busca a una mujer de nombre Constanza.
-¿Constanza? -pregunta.
-Sí, yo soy.
-Espera usted al segundo piloto de cubierta Gustavo Muñoz -dice con el rostro tenso y ella asiente-. En nombre de la compañía armadora, tengo el penoso deber de informarle de que Gustavo ha fallecido en acto de servicio. La mujer se agarra al brazo del oficial que la sujeta para que no caiga al suelo.
Tras los trámites pertinentes, le entregan el féretro que Constanza decide trasladar a su pueblo para darle allí sepultura en su pequeño cementerio.
Esa noche, el vecindario, se agrupa a la puerta de su casa en la que han instalado el ataúd hasta el enterramiento al día siguiente.
El hombre de mayor edad llama a la puerta. Todos fuera con hachones encendidos que ilumina la noche con crepitar de llamas aguardan en silencio. Allí Todos saben de su amor y su promesa que ella contó hacía ya tiempo a la mujer del sacristán que lo dijo a su amiga la esposa del guardia civil del puesto cercano, y esta al… En menos de tres días todos sabían su juramento. Y hoy vienen a hacerlo realidad.
Sacan a Gustavo en su ataúd, abierto a las estrellas, y lo llevan hasta el acantilado en donde lo depositan sobre un túmulo adornado con un paño blanco y flores.
Al poco, por detrás del corro formado que se abre para dejarla pasar, aparece Constanza vestida de novia con el traje de boda de su madre que le han puesto sus amigas. Al llegar junto al túmulo se detiene, está muy bella a la luz de los hachones encendidos que dan a la escena un ambiente de ceremonia ancestral a los dioses del mar. El silencio permite escuchar el ruido de las olas contra el acantilado.
Entonces se adelanta el alcalde que dice a los presentes:
-Como autoridad encargada de esta ceremonia os pregunto: hay alguien que quiera manifestar algún impedimento para que este enlace se celebre. Espera y nadie se adelanta.
-Entonces, Constanza, Gustavo, pregunto:
-Constanza, ¿quieres a Gustavo como tu legitimo esposo? -pregunta a la novia. Y ella con voz quebrada responde: ¡Sí!
-Gustavo, ¿quieres a Constanza como tu legítima esposa? -pregunta ahora.
Hay un instante de silencio y desde el féretro se escucha la voz del piloto de segunda de cubierta:
-¡Sí!
-Entonces yo os declaro marido y mujer -dice el alcalde-. Podéis besaros -añade.
Constanza, avanza con paso firme, se agacha sobre el ataúd y besa en la boca al difunto y pone en el dedo anular la alianza de su padre que guardaba en su cajita de joyas para Gustavo ese día.
Luego, muy pálida se vuelve a todos y dice:
-Gracias.
La ceremonia termina cuando, desde lo alto del acantilado, lanzan el féretro al mar al que, con el reflejo de las antorchas ven deslizarse flotando durante un rato sobre las olas hasta perderse en la oscuridad.
Constanza, al quedar sola mirando el agua ya oscura a sus pies, musita:
-Amor mío, ahora eres tú quien tienes que esperarme para dar juntos la vuelta al mundo que nos prometimos.