Al anochecer la camioneta se acercaba a la aduana, un edificio sombrío que a Dora le recordaba a las edificaciones de su pueblo. Observó entonces, que el anillo de boda estaba cubierto de sangre y se hizo un torniquete en el dedo con el pañuelo que llevaba en el bolsillo. Cada vez que la camioneta cruzaba la frontera, una mujer tenía que pagar un tributo al guardia asignado, el resto se quedaban adormiladas en el vehículo, a la espera de su vuelta con el salvoconducto colectivo en la mano, que les permitía seguir el camino.
Dora bajó de la camioneta. Era el sábado que le tocaba vestirse con el chándal y zapatos sin cordones en un afán de disimular las formas de su cuerpo, que tanto atraían al sargento Ramírez. Dominaba el ritual de la situación, pero no el humor variable del sargento, no pretendía hacerle perder tiempo, ansiaba volver a la camioneta en quince minutos y cruzar la frontera camino de su trabajo. Mientras estaba tumbada en el camastro le llego el olor de cigarrillos americanos y orines. Miró al techo donde no llegaban las manchas marrón oscura, por alguna nariz rota causada por las bofetadas, que arbitrariamente propinaban los guardias de la aduana.
Se desnudó sin rapidez pero con seguridad, el sargento se quitó sus correajes y dejó las gafas ahumadas en la banqueta. El silencio imperaba. Sintió cómo el bigotillo bajaba por su cuello y llegaba a sus pechos. Dora empezó a excitarse, su propio deseo le sorprendió, se dio cuenta que habían transcurrido dos años desde que hizo el amor con su marido, y ciertos días, se asombraba al suspirar que llegara el sábado, para sentir esa fuerza encima de su cuerpo. La actitud de Dora estaba más relacionada con el hecho de estar cerca de un hombre, de sentir su musculatura, de experimentar su virilidad más que de su satisfacción sexual. Procuró no bajar la guardia, el sargento Ramírez no debía advertir que sentía cierta atracción por él, no ignoraba Dora que la violación que escondía el encuentro era uno de los atractivos de la cita para el sargento. No se permitía ningún desliz. El bigotillo estaba en sus pezones, su muslo encima del suyo. Dora separó los muslos y le dejó entrar.
Cuando acabaron unas gotas de sangre del dedo quedaron en el camastro. Dora se sentó encima de ellas pero el sargento las había visto. Se acercó y le dijo: “Dile a tu marido que no se haga el macho contigo, sabemos que le gustan los callejones oscuros”. Dora se vistió sin contestarle. Todavía tenía adherida a su cara el aliento del tabaco rubio del sargento. Su necesidad de trabajo se imponía a la merecida respuesta que pudiera darle
Al cabo de quince minutos, realizado el peaje carnal, volvió a la camioneta, y pasaron la frontera. En el primer pueblo las mujeres bajaron y se dirigieron a sus puestos de trabajo. Fregaban los suelos, mesas, retretes de las cantinas que estaban en el pueblo. Dora limpiaba el restaurante “La Armonía”, la clientela era mejor que la de los otros locales. La especialidad era el cangrejo con salsa criolla. Cuando sobraba comida la metía en el tuperware que al volver a su casa su hijo abriría sin darle tiempo a calentarlo.
Cuatro sábados al mes, cuatro horas de trabajo, cuatro encuentros con el sargento. Cuando las luces amanecían la misma camioneta las devolvía, a su lugar de origen. A esa hora los guardias se afanaban en revisar los vehículos que cruzaban la frontera en sentido contrario y la camioneta pasaba sin dificultades.
El domingo estaba bien amanecido cuando Dora entró en su casa. Dejó los cangrejos en la mesa de la cocina. Miró por la ventana, el coche de Aurelio se acercaba a la verja medio caída de la casa. Tocó el claxon y escuchó los pasos de su marido en la habitación de al lado. Se habían conocido en el servicio militar. Y tras años de no saber nada el uno del otro, o eso le dijo su marido apareció un día con la ranchera y ya iba para dos años Nestor entró en la cocina. Abrió la nevera y llenó un vaso de leche. La miró de soslayo. Su cuerpo le imponía, grande, imponente, tan diferente al del sargento, los dos musculosos, uno de tez blanca y pelo ondulado encontraba su deseo fuera de casa, el otro, cetrino, de escasa estatura y pelo planchado al cráneo, satisfacía su necesidad en la zona franca de la aduana.
–Tenemos que hablar. Le dijo Dora con un temblor en el cuerpo.
–Ya lo hemos hablado todo. Así estamos bien. Ya sabes que no quiero separarme de mi hijo. Contestó Nestor después de beber el vaso de leche
–Apenas ves a tu hijo. Resaltó la palabra hijo.
–Yo no quiero esta situación, no estoy bien. Se miró el dedo que ya no sangraba.
–Por mí, puedes hacer lo que quieras. Volveré tarde. Cogió la caña de pescar y se encaminó a la puerta de salida.
La caña con la que Dora se había cortado el dedo cuando quiso romperla la noche anterior. Detectó la frialdad con que la observaba. Cuando su marido dejó de desearla lo veía en todos partes, por aquel entonces se entregaba al ansia de abrazarle que le hinchaba los pulmones. Ahora solo en ciertas ocasiones, más espaciadamente.
Con el ruido de la puerta de entrada, los siete años de su hijo se pusieron en pie y bajó a la cocina, Abrió la caja de los cangrejos y se puso uno de bigote
– ¿Por qué papa va de pesca si ya tenemos tus cangrejos?
Dora no le respondió, Tenía que ordenar su vida. Se sentía que flotaba, como si se hubiera vuelto más ligera. Su cabeza estaba menos confusa. Se veía con fuerzas para cambiar de vida, no era un gran comienzo pero se conformaba con eso. Empezó la lista, abandonar al padre de su hijo, quemarle la caña de pescar, los callejones oscuros, el bigote del sargento Ramírez, su musculatura….
Era un día fresco y soleado y septiembre finalizaba.