Mrs. Blanquet manejaba muy bien a las muchachas como Katty. Aceptaban cualquier habitación de alquiler en sus caminos de huida. Llegaban enmudecidas por la violencia de sus familias, amantes o abusos infantiles. Mujeres jóvenes de voces susurrantes que apenas levantaban los ojos del suelo en un continuo disculparse.
Katty abrió levemente la ventana y una fresca brisa de marzo agitó la tela que había colgado con chinchetas. El aire de la mañana disipó los olores corporales de Katty, suspendidos en las paredes empapeladas con guirnaldas de flores diminutas, que desaparecían en algunos rincones por las grietas de las humedades, y que Mrs. Blanquet no tenía ninguna intención de reparar. Pasó una mano por la colcha para quitar una arruga invisible y colocó tres cojines de satén blanco y dorado que había comprado con su primer sueldo. Con ellos desaparecían las imperfecciones de la almohada que Mrs. Blanquet le había prometido cambiar y ya iba para seis meses que su sueño reposaba en un bulto informe.
Cerró la puerta de la habitación con llave y una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara. Por fin una habitación para ella sola y libre de visitas indeseadas.
Empezaba a trabajar a las 8 de la mañana y para las 10 ya había arreglado doce habitaciones. Arrastró el carro, repleto de toallas y ropa de cama por el pasillo del tercer piso. La habitación 345 estaba ligeramente entornada. Katty entró con cautela, la clienta era muy especial, se pagaba la estancia del hotel con su voz áspera y grave que vagaba por el Golden Club del hotel desde la noche hasta la madrugada. Le habían advertido que tuviera cuidado con ella. Era una mujer entrada en años, que se servía de su voz castigada por whiskys y cigarrillos para sobrevivir. Apenas era escuchada en el Golden Club entre las conversaciones de los clientes, el chocar de los brindis de las copas y el chirrido de las sillas en la búsqueda de besos y caricias de las parejas avanzada la noche.
La habitación parecía un vertedero. Unas zapatillas tiradas en la moqueta casi le hicieron perder el equilibrio. Pequeñas botellas de bebidas y latas de cervezas esparcidas por todas partes, alternaban con revistas y ropa interior. El olor suspendido de perfume caducado, cigarrillos y botellas de whisky abiertas le produjo un agudo picor en la garganta. La cama era un amasijo de ropa deshecha con medio edredón en el suelo. Unas guedejas del pelo le salieron de la coleta cuando empezó a recoger los objetos del suelo. Se acercó a la mesilla de noche. La pantalla de la lámpara de mesa estaba medio ladeada, un cenicero repleto de colillas, vasos de plástico y un bote de pastillas que en una rápida ojeada creyó leer benazepan, rodeaban el antifaz de dormir. Aquella habitación era la que más problemas le creaba. Los hábitos de la clienta hacían que finalizara el trabajo media hora más tarde. Descorrió las pesadas cortinas abrió una hoja de la ventana e iba a ponerse a limpiar el baño cuando oyó unas palabras que provenían del revoltijo de la cama.
– ¿Qué haces?:- Una voz parecida a un ronquido salía de la boca de la mujer madura.
Katty no era persona discutidora, no le gustaba excusarse por sus acciones que solo servirían para agudizar la tensión entre la cliente y ella.
– Alcánzame un vaso de agua. No te quedes ahí parada. ¿Estás tonta?
Katty se lo llevó y vio que las manos huesudas y temblorosas de la mujer palpaban dentro del cajón de la mesilla de noche.
– ¿Dónde están? ¿Las has cogido?
– ¿Qué desea, señora? Contestó Katty conteniendo la voz
– Mis pastillas, idiota, no están en el cajón.
Katty depositó el bote en la mano de la cantante que volvió a caerse en la cama y salió sorteando las revistas y las botellas, con cuidado de no hacer ruido al pisar la moqueta con sus zapatos de suela de goma. Cerró la puerta, miró al reloj eran las 10 y 10.
Salió irritada de la habitación. No olvidaba las palabras tonta e idiota. Katty Tenía diecinueve años. No le gustaba su trabajo, repetitivo, exento de iniciativa, lo hacía de forma autómata pero le servía para alejarla de su pasado. No tenía problemas con su oficio, era una trabajadora eficaz, excepto, si la conducta de un cliente interfería en su realidad imaginada.
Al lado de la habitación 345 estaba el cuarto de calderas. El calor y la humedad de aquella habitación era insoportable. Una vez al año la desinfectaban pero las invencibles cucarachas encontraban cobijo en aquella atmósfera húmeda y oscura, y al cabo de pocos meses sus acharolados cuerpos volvían a resurgir.
Recordaba Katty, como la mujer de la habitación 345 le había pedido al director del hotel, de forma zalamera, que la cambiaran de habitación porque alguna vez los habitantes del cuarto de calderas se arrastraban vigorosamente por el suelo y alguna había llegado a subírsele a la cama. El director levantando la ceja le respondió que el precio de la habitación era el que correspondía a su actividad en el hotel.
Fue entonces cuando Katty, entró al cuarto de calderas, al encender la luz los insectos se movieron como remolinos en el mar. Ayudada por la fregona, arrastró dos ejemplares negros y lustrosos, que con destreza acercó a la habitación 345 y con un empujón certero y contundente metió por debajo de la puerta.
Katty cogió el carro y lo llevó al otro extremo del corredor. Cuando llegó al cuarto de las sábanas y las toallas un grito hiriente recorrió el pasillo. Hacía un año que no habían desinfectado el cuarto de calderas. Era hora de hacerlo.
Sí, Katty era una trabajadora eficaz.