Me fui a vivir a casa de mi madre con el bebé, cuando el médico me aconsejó que necesitaba reposo después de la cesárea. Contemplaba a Ainara a todas horas. Mi madre cual profesora de lactancia me decía cómo darle el pecho a la niña y para enriquecer el gineceo, mi abuela se presentaba casi todas las tardes y bien por años o experiencia, se mostraba catedrática en alimentación de bebés. Me entretenían, pasaban los días, y yo me recuperaba. Observaba el cuerpo redondito de mi bebé y sus movimientos entrecortados, que todavía era un misterio para mí
Un día de mayo, me empecé a sentir mejor. Decidí subir a la terraza comunal. . Recordaba que había un balancín y la idea de columpiarme con Ainara con su cuerpo en mi pecho, me agradó. La vista desde la terraza no era espectacular, contemplé los tejados de las casas de los alrededores y me vino el olor de los aligustres que escoltaban la calle
Me senté en el balancín y lo moví delante, atrás, y cris, cris hacía el asiento oxidado. La brisa de mayo, el calor del cuerpo de mi hija, me envolvió en una somnolencia, hasta que escuché el sonido de unos cartones que se arrastraban por el suelo y que provenían de la casucha donde se guardaban las herramientas de la comunidad. Me puse en alerta. Me dirigí al lugar donde surgían los ruidos y la ví. Un pañuelo le cubría la cabeza y su cuerpo se quedaba escondido debajo de una gabardina. Su edad era de mochila e instituto. Estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared y una criatura en sus brazos. Cuando vio mi asombro, dobló las rodillas, se quitó el bebé del pecho y comenzó a cerrarse el abrigo. Me acerqué. Balbucía unas palabras incoherentes «No mala, no mala, es hija, un año Madrid». Sus ojos eran un mar de desesperación. Nos miramos, cada una con nuestro bebé. Su miedo chocaba con mi sorpresa. Su hija, a la que se le escapaba una hebra de leche, lloraba, buscando el pecho de su madre. La mía ignorante de todo lo que ocurría a su alrededor, dormía. Casi sin saber lo que hacía, le dije «¿Tienes hambre?» Asintió con la cabeza. «Espérame».
Dejé a Ainara en la cuna. Cogí dos bolsas: en una metí todo lo necesario para la limpieza de ella y el bebe y en otra comida, por suerte, el frigorífico de mi madre estaba bien surtido. Volví a la terraza y se las dejé a sus pies. Cogió al bebé que olía a orines. Le quitó los trozos de tela que le cubrían, le limpio los muslos, sopló el cuerpecito de su hija cuando le ponía la crema y la vistió con un pijama de Ainara. El bebé sonreía a su madre que le hablaba en una lengua llena de jotas. Cuando acabó el aseo me miró y apoyó su cabeza en mi hombro.
Con ese pequeño abandono supe que llevaba a sus espadas: bombardeos, huidas, pero que se mantendría firme como una roca para su hija.
Al cuarto día de subir y bajar de la terraza, se presentó la vecina de al lado. Me contó que oía ruidos en la azotea, como gemidos de un gato, y de cosas que se arrastraban por el suelo. Sospechaba de mí por mis subidas y bajadas a la terraza. Ante su interrogatorio le contesté que no había visto nada. Aquel día tuve más cuidado cuando llevé la comida a Anbar, que así entendí que se llamaba.
Al día siguiente, al volver de poner la vacuna a Ainara, noté un revuelo en el portal. «¿No sabes nada? Pues, estabas todo el día en la terraza» me dijo Elvira. La noche anterior, la hija de Anbar buscando la leche de su madre encontraba un pecho extenuado y el bebé se encontraba irritado y decaído. Sus lloros despertaron a Elvira que subió a la terraza, y al encontrarlas llamó a la policía. Para cuando ésta vino, las dos habían desaparecido.
La imagen de Anbar y su hija es como una sombra dolorosa, pero quiero pensar que han alcanzado otras terrazas donde existan personas que no temen a madres lactantes con hiyab.